miércoles, 27 de febrero de 2008

Tema de formación con las Hermandades

JESÚS DIO LA VIDA POR NOSOTROS

1. «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20)

La Semana Santa es para mucha gente la celebración de la muerte de Jesús. Ya es algo: por lo menos no son unos días más de vacaciones en el calendario laboral; si entienden que tiene que ver con Jesús y lo quieren celebrar así, ya han dado un paso como cristianos.

Pero para mucha gente, la muerte de Jesús es sólo un sentimiento de piedad ante un personaje admirado. Muchas personas viven la «muerte de Jesús» como las demás: con devoción, con respeto… Cuando muere alguien que queremos, nos sentimos tristes; algo de nosotros se muere con él. Algo así viven también en Semana Santa.

Otras muchas personas son capaces de dar un paso más: saben y creen que Jesús no quedó muerto, sino que resucitó y cambió la vida de sus discípulos. Jesús está vivo. Y eso quiere decir que ha muerto «por mí». Eso cambia radicalmente el sentido de su muerte: lo ha hecho por mí, ha dado su vida por mí… Para estas personas, la Semana Santa les afecta personalmente, porque todo lo que ven, oyen y celebran les toca directamente. Les cambia.

Estas personas repiten la experiencia de san Pablo. Él, en una de sus cartas, reconoce cuál es el secreto de su vida: «Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mí; vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo a la muerte por mí» (Gal 2,20). En eso consiste ser cristiano: el centro de mi vida no soy yo, sino Jesús, que pone en mí fuerza, ilusión, vida, felicidad, esperanza… El dio la vida para que yo tenga vida. Él se desvivió para que yo viviese.

Celebrar la Semana Santa tiene que ayudarnos a entender esto cada vez más profunda-mente. Es la experiencia cristiana más fundamental. De manera que «Jesús dio la vida por nosotros» no significa que fuera «por nuestra culpa», sino «para nuestra vida». En cada Misa lo celebramos: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» no significa que nosotros lo entreguemos, sino que la entrega de Jesús tiene que tener un fruto (en nuestro trabajo, en nuestra familia, en nuestros ideales, en nuestros valores…). Poco a poco, va siendo así.

2. «Vosotros formáis el Cuerpo de Cristo» (1Cor 12,12ss)

Por todo lo anterior, san Pablo piensa que todos los cristianos, ya que vivimos la vida que Jesús nos ha dado, somos su Cuerpo. Todos recibimos la vida de Jesús, y nos anima su misma energía; por eso estamos unidos a Él, y todos somos «su Cuerpo». Esto es más claro si se piensa en la Eucaristía: al comulgar su Cuerpo, todos nos transformamos en su Cuerpo; al participar del mismo pan, todos nos transformamos en este Pan que recibimos que es el mismo Jesús.

Por eso, la Iglesia se siente llamada a hacer lo mismo que Jesús hacía: predicar, sanar, ayudar, orar, reunir… Y todos los miembros de la Iglesia deben tomar esta tarea como suya. Esto es lo que somos. Esto es lo que nos da sentido.

San Pablo lo decía de un modo mucho más bonito. Como somos el Cuerpo de Cristo, san Pablo ponía el ejemplo de un cuerpo humano para ayudar a sus cristianos:

Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo; y todos hemos bebido también del mismo Espíritu. Por su parte, el cuerpo no está compuesto de un solo miembro, sino de muchos. Si el pie dijera: «como no soy mano, no soy del cuerpo», ¿dejaría por eso de pertenecer al cuerpo? Y si el oído dijera: «como no soy ojo, no soy del cuerpo», ¿dejaría por eso de pertenecer al cuerpo? Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿cómo podría oír? Y si todo fuera oído, ¿cómo podría oler? Con razón, Dios ha dispuesto cada uno de los miembros del cuerpo como le pareció conveniente. Pues si todo se redujese a un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Por eso, aunque hay muchos miembros, el cuerpo es uno. Y el ojo no puede decir a la mano: «no te necesito». Ni la cabeza puede decir a los pies: «no os necesito». Al contrario, los miembros del cuerpo que consideramos más débiles son los más necesarios… Vosotros formáis el Cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro (1Cor 12,12ss).

Creo que está muy claro lo que san Pablo nos quiere decir: si tenemos la misma fe, entonces estamos en el mismo barco; somos miembros del mismo cuerpo, y es necesario construir la unidad. Esto es muy importante en todo momento; para las Hermandades, esto es muy importante especialmente en Semana Santa, cuando realizáis de un modo más visible vuestra misión litúrgica.

Los cristianos que formáis parte de las Hermandades no debéis olvidar que sois Cuerpo de Cristo, que representáis a la Iglesia, que hacéis visible a Jesús con vuestra persona, vuestros actos y vuestros sentimientos, quizás más que con la imagen que sacáis en procesión. Que no se nos olvide. Y que la devoción a vuestro titular os acerque más al Señor que da la vida, que murió por nosotros y que así hizo que nosotros pudiéramos vivir también con esperanza y alegría.

domingo, 17 de febrero de 2008

Reflexión de la segunda semana de Cuaresma

En las tres lecturas de este segundo domingo de Cuaresma podemos ver una buena descripción de la dinámica de la vida cristiana, con sus altibajos y sus distintos momentos. En primer lugar, con la primera lectura, descubrimos que la vida cristiana comienza con una llamada, con una vocación, como la de Abraham: «Sal de tu tierra, hacia la tierra que yo te mostraré»; a la que sigue una promesa: «Haré de ti un gran pueblo». Nosotros también recibimos diariamente esta vocación, esta llamada: cuando se nos propone realizar algo que no está bien y lo rechazamos, entonces estamos haciendo como Abraham, siguiendo la llamada de Dios; cuando sentimos que debemos hacer algo por alguien, y superamos nuestra pereza y lo hacemos, entonces secundamos la llamada de la fe; cuando de nuestro corazón brota el deseo de rezar y no lo ahogamos, entonces también aquí Dios entra llamando en nuestra vida y le decimos que sí… Son muchas las maneras por las que Dios entra a llamarnos y a ponernos en camino.

Lo decisivo, sin embargo, no es esta respuesta a la llamada. Lo importante es lo que viene después. Con mucha frecuencia, uno toma la decisión correcta, o se compromete por su fe en algún sentido, o decide que para amar como Jesús hay que actuar de una forma concreta y determinada… Y esta decisión, está opción que se ha tomado, deja en el corazón una gran satisfacción, el regusto de saber que uno va por donde fue Jesús, la alegría de ser cristianos. Exactamente esto es el episodio de la Transfiguración: la alegría que los discípulos sienten al saber que no se han equivocado al seguir a Jesús, que es realmente el Hijo de Dios y que con Él se está bien, es más, que con Él es con el único con el que se puede estar.

Nuestra vida cristiana tiene muchos momentos de este tipo; son lo que san Ignacio llamaba momentos de «consolación»: el espíritu se siente apoyado, consolado, fortalecido para continuar apostando por Jesús. Sin embargo, en nuestra vida cristiana hay también momentos de otro tipo muy distinto: son muchas las veces en que tomamos una opción por Jesús, o hacemos lo que nos enseña la Iglesia porque aparece así en el Evangelio, pero nos sentimos después tristes, nos sentimos como engañados, como si dijéramos: «he actuado así, pero tenía que haber hecho lo que todo el mundo… si es que soy tonto, no se puede soñar tanto…». Con frecuencia, estos momentos significan un abandono de la fe, un desencanto, a veces un desengaño… Son los momentos que la tradición mística ha llamado de «desolación»: la fe no nos dice nada, no nos sentimos a gusto siguiendo a Jesús… En esos momentos, que también los hay, debemos hacer caso a lo que san Pablo nos ha dicho en la segunda lectura: «Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé». El evangelio es también un duro combate; es necesario, a veces, hacerse violencia interior… A mí me gustaría hacer algo distinto, y es lo que me apetece, pero puesto que lo manda el Señor, combato duramente, y lo hago así… Para eso el Señor nos da su fuerza, y con ella hemos de contar siempre. Es en los momentos difíciles cuando se debe notar la grandeza de nuestra fe: una fe que se demuestra cuando todo es fácil no es una fe muy grande, que digamos; la fe se demuestra especialmente cuando las cosas se complican, cuando en nuestro corazón las cosas se ponen difíciles.

Y así, las lecturas describen a la perfección la dinámica general de la vida cristiana: comienza con una llamada (primera lectura) que provoca en nosotros una reacción positiva (evangelio) o de una tristeza que pide fidelidad para convertirse en alegría (segunda lectura). Sin embargo, hay todavía una tercera experiencia en la vida cristiana. Es la del final del evangelio de hoy, en la que se mezcla la experiencia de «consolación» con la dureza de la desolación; se viven juntas. Al final del pasaje del evangelio de la Transfiguración, Jesús dice a sus discípulos que todo lo que han visto sobre su identidad y su gloria, pasa por la cruz. A la resurrección se va por el camino de la cruz; la cruz es el camino para la Pascua. Es lo que rezamos en el prefacio de la misa de hoy: en la transfiguración, Jesús enseña a sus discípulos que la pasión es el camino de la resurrección. Esto es difícil de entender. Es, sin embargo, necesario. La cruz no la quiere Dios; y sin embargo, es a veces el único camino para la luz. De modo que, a veces, se tiene que tomar la cruz pero con espíritu alegre; se ve desolación, pero se vive consolación. Nos rodea la dureza de la prueba, pero la asumimos con la alegría del corazón. Son las dos experiencias juntas, que reflejan la propia experiencia de Jesús.

En esta cuaresma, debemos estar atentos a nuestra vivencia de estas tres experiencias de la vida cristiana. En primer lugar, debemos alegrarnos al gozar la consolación, sentirnos verdaderamente dichosos cuando seguir a Jesús nos llena de alegría. En segundo lugar, debemos ser fieles en la desolación, fiarnos de la palabra de Jesús cuando las cosas son difíciles, porque la principal dificultad no está fuera, sino dentro de nosotros mismos. Y finalmente, pedir al Señor que podamos entender la cruz; de esta manera, llegaremos a la Pascua y podremos acompañar a Cristo, estar junto a Él en el Calvario para poder estar con Él en la victoria de la mañana alegre de la resurrección.


domingo, 10 de febrero de 2008

Homilía del Domingo I de Cuaresma

Por si os sirve para vuestra reflexión cuaresmal, aquí os cuelgo la homilía del primer domingo de Cuaresma.

VENCER LA TENTACIÓN

En las lecturas de hoy se nos propone un tema un poco escabroso: es la cuestión de la tentación. Una de esas cosas de las que ya no hablamos, porque ya casi no creemos en ellas. Muchas veces nos han metido mucho miedo con el tema de la tentación, y era casi tanto como ver peligro por todas partes. Eso era quizás un poco exagerado. Pero también es exagerado lo que sucede hoy: ya casi no hablamos de esto, porque pensamos que son cosas de niños y de la catequesis, y nos olvidamos de que es algo que vivimos todos los días.

La tentación tiene una «vertiente», por así decir, positiva. Saber que uno sufre la tentación es saber que uno es libre, que puede decidir, que su comportamiento no está fijado como el de un animal que no puede elegir entre una cosa y otra, sino solamente seguir lo que le manda su instinto. Me parece a mí que olvidar el tema de la tentación es como volvernos un poco animales, porque olvidarse de este tema implica pensar que en toda circunstancia nuestra decisión está ya tomada de antemano. Pero eso no es verdad. Somos libres. La Cuaresma empieza, por tanto, con una llamada a la libertad. No hay que tenerle miedo a la tentación, ni a la palabra ni a la realidad, porque el mismo Jesús la vivió. Así que también en lo que a veces nos agobia podemos descubrir una manera de parecernos a Jesús; la Cuaresma es también una llamada a parecerse a Jesús.

Pues bien, en las lecturas de hoy vemos una doble reacción ante la tentación. La primera reacción es la de Adán y Eva (no voy a entrar aquí en la cuestión de quiénes eran, y solamente los voy a tomar como una expresión de lo que ocurre muchas veces en todos los hombres). La segunda reacción es la de Jesús, como hemos oído en el evangelio. Las dos situaciones empiezan exactamente igual: hay un tentador (la serpiente, el enemigo) que señala una realidad, subrayando lo que tiene de positiva: mira qué árbol, qué bonito es… O en el segundo caso: ¿Tienes hambre? Pues también tienes poder: di que estas piedras se conviertan en panes…

La cosa empieza exactamente igual en los dos casos. Y empieza bastante bien. Pero, a veces, las apariencias engañan y esconden debajo cosas que no están tan bien. Cuando algo aparentemente bueno viene metiendo prisas, es que esconde algo… El bien de verdad es mucho más paciente y mira mucho más allá. Ésa es la clave. Pero miremos otra vez los dos relatos; ambos empiezan igual, es verdad, pero evidentemente no terminan igual. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en la reacción ante la tentación.

Jesús reacciona tajantemente; tanto, que sorprende. Tiene hambre, y tiene en sus manos la posibilidad de convertir las piedras en pan. Es el Mesías, y sabe que puede ganarse a todo el mundo por el estómago. Pero no, eso no es bueno, porque no sólo de pan vive el hombre. Y punto y final. En el Génesis, sin embargo, la cosa no sucede así. Eva ve el árbol, y siente su hermosura; siente la tentación; pero en lugar de rechazarla, ¿qué hace? Se pone a galantear con la serpiente. El fruto es bonito, qué razón llevas, pero mira, es que Dios nos ha dicho… Y dialoga con ella: ¿Dios qué sabe? Lo único es que teme que os hagáis como Él… Sí, si en realidad, qué tiene que temer… ¡Cuánta razón llevas! Y al final, tanto y tanto se ha detenido en la cuestión, tanto va el cántaro a la fuente, que se rompe. Y aparece el pecado, esto es, la decisión equivocada: el pan para hoy pero el hambre para mañana.

Jesús no galantea con la tentación; su «sí» es un «sí», y su «no» es un «no». Y no hay más que hablar. Y esta decisión es precisamente la que le convierte en vencedor. Nuestro error consiste precisamente en que nos gusta la tentación, nos gusta andar por el filo, nos sentimos muy bien. Lo otro nos parece demasiado seco. Y hoy, decimos, no hay nada bueno ni nada malo, porque en realidad todo depende… Y una persona puede ser feliz de muchas maneras, «anda, mientras no haga mal a nadie»… Y la verdad y la mentira, eso son cosas de otra época; hoy hay tantas verdades como personas existen en el mundo, y nadie tiene la verdad absoluta… Y nos falta el sí y el no. Nos falta esta claridad que vence.

Así que, contra la tentación, claridad. Es verdad, hace falta paciencia, o fuerza…Pero sobre todo, claridad. La Cuaresma es el tiempo en el que debemos ejercitarnos en esta claridad. Ya habrá tiempo de pensarlo, de justificarlo o de estudiarlo; pero en el momento de sentirlo, fiarse de Jesús y decidir inmediatamente. San Ignacio decía que el enemigo entra con la tuya para salirse con la suya. Por eso, superar la tentación significa renunciar un poco a uno mismo. Esto es lo que nos pide el Señor, y esto es lo que vivimos especialmente en Cuaresma. No nos engañemos; Adán y Cristo no son dos ejemplos a seguir indistintamente. Por uno, entra el pecado; por otro, la salvación. Jesús ya ha vencido; si hacemos como Él, venceremos con Él.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Homilía del domingo de Jesucristo, Rey del Universo

En nuestra Parroquia, es tradición celebrar la fiesta de Santa Cecilia, patrona de los músicos, el domingo más cercano a su fiesta, que es el 24 de noviembre. Normalmente, esta domingo suele coincidir con el final del ciclo litúrgico, con la celebración de la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo. En la celebración participan distintos grupos musicales de la localidad, tocando en distintas partes de la Misa. Todo queda muy solemne. Esta fue la homilía de ese día.


Queridos amigos (y en particular los que hoy habéis venido a la Iglesia a celebrar la santidad de santa Cecilia, la patrona de los músicos):

Hoy la Iglesia celebra la fiesta de Jesucristo, Rey del universo. Las palabras son muy importantes, porque esclarecen el sentido de las cosas. Es la fiesta de Jesucristo, Rey del universo, y no la fiesta de Cristo Rey. Es verdad que el Papa Pío XI instituyó en 1925 la fiesta de Cristo Rey como una reacción a los sistemas políticos ateos que negaban la trascendencia del hombre. Pero la Iglesia no siguió por los caminos de la teocracia; el Estado, la política, el derecho y la organización social son distintos de la religión o la fe. Esto debe quedarnos claro. Y esto es lo que se insinúa con el nombre de esta fiesta: Jesucristo, Rey del universo. No rey de ningún estado, ni jefe político de ningún país.

Los evangelios nos cuentan que cuando la gente que seguía a Jesús se dio cuenta de su poder, quisieron nombrarlo rey, como hicieron con David, que es el episodio que hemos oído en la primera lectura. Pero Jesús se esconde. Jesús sólo admite que es Rey cuando, coronado de espinas, Pilato le pregunta por su misión antes de entregarlo a la muerte. El Reino de Cristo es el desprendimiento total por amor. Esto no tiene nada de político.

El Reino de Cristo es el triunfo del amor. Jesús anduvo por los caminos de Galilea predicando el Reino de Dios; con esta expresión, Jesús no realizaba ninguna promesa electoral, solamente enseñaba cuál es la forma que tiene Dios de hacer las cosas: amar hasta el final. Jesús predicaba el triunfo del amor que, paradójicamente, parece que es vencido por el odio. El amor, pero crucificado. El amor que vence, pero que aparentemente se ha dejado vencer por la cruz. Un Reino tan extraño que no se impone, se propone. El Reino de Dios cree tanto en el amor que corre el riesgo incluso de ser rechazado. Pero que, en la cruz, como hoy hemos oído, proclama todavía la validez del amor y que el amor tiene siempre la última palabra.

La Iglesia reconoce esto de muchas maneras. En uno de los prefacios que se rezan en la Misa, la Iglesia se ve a sí misma como un pueblo «que tiene como meta tu Reino, como estado la libertad de tus hijos, como ley el precepto del amor». Y hoy rezaremos que el Reino que Cristo entrega a Dios es un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, amor y paz.

Todo esto creo que quiere decir lo siguiente, en particular en el momento en el que nos encontramos: la Iglesia no quiere convertir el evangelio de Jesús en el código civil del estado. Los cristianos nos equivocaríamos si quisiéramos hacer de las bienaventuranzas un decreto ley. No; el Reino de Cristo no sabe de leyes ni de instituciones ni de partidos. El evangelio sabe de personas. Es en la persona donde el evangelio pone su atención.

Cristo se encontró muchas veces con los fariseos, pero con ellos no discutió nunca sobre los preceptos que se incluían en el repertorio legal de Israel; al contrario, discutió con ellos de persona a persona, esto es, si eran orgullosos o humildes, si eran presuntuosos o pacientes, si eran ambiciosos o sensibles. Ante la mujer pecadora, hoy que recordamos también la jornada contra lo que se ha llamado la violencia de género, Jesús no discutió el precepto legal de Moisés; eso no le importaba: miró al corazón de los que la acusaban y, sobre todo, miró al corazón de aquella mujer, devolviéndole su dignidad como persona.

Esta fiesta, por tanto, es la celebración de la fe de los cristianos en el misterio de lo personal. La salvación no viene de la mano de lo legal o de lo institucional, sino de lo personal. La película La lista de Schindler, que por cierto tiene una banda sonora estupenda, acaba con el siguiente mensaje: «quien salva una vida, salva al mundo entero». En efecto; en el mundo de las cifras, de las estadísticas, de las masas, de los números, de las contraseñas, de los miles de millones… nos viene bien recordar que el centro del mundo somos cada uno y nuestra propia persona, y que en nuestro corazón se juega la batalla decisiva que salva al mundo. En cada corazón, en el centro de cada uno de nosotros, se decide la salvación del mundo entero: es ahí donde Cristo aspira a reinar, a dar la paz, la justicia, el consuelo, la verdad, el amor… El universo entero está en el corazón humano, y ay de aquellas reformas que descuiden la verdad del corazón. Los cristianos debemos ser los primeros en entender este mensaje y en vivirlo y practicarlo.

En este sentido, me parece que es una grata coincidencia el que en esta fiesta de Cristo Rey celebremos en nuestra parroquia también la fiesta de los músicos, recordando a santa Cecilia. En primer lugar, porque esta joven romana del siglo III vivió este mensaje dejando a Jesús ser el Rey de su corazón. Pero también, por la música. Creo que pocas cosas como la música hacen latir el corazón del hombre. Y sólo cuando el hombre siente latir su corazón puede preguntarse quién quiere que reine en él, y sólo entonces puede escuchar de verdad el mensaje del Reino de Dios que predica Jesús.

El mundo es el fruto de una larga evolución… Todo en el mundo ha ido encaminándose hacia el hombre, hacia la persona. No dejemos que nos digan que el punto decisivo de la historia es la técnica, o la civilización, o la era espacial, o la informática… No: la cima de la historia y de su evolución es la persona. Y la cima de cada persona es su propio encuentro con Dios. Pues bien, me parece que la música es como uno de los medios, si no el único, que hacen posible el gran salto en la evolución humana. En la medida en que la música hace consciente al espíritu, en la medida en que la música nos descubre el valor de lo bello, en la medida en que la música saca al hombre de sus necesidades primarias, en esa misma medida provoca un paso adelante en el hombre. Así como la razón o la voluntad provocan el salto entre el animal y la persona, así la música provoca el salto entre la persona y su destino definitivo que es la trascendencia.

Éste es, me parece, el mensaje de la fiesta de Cristo Rey: que la vida, la felicidad, la paz, la justicia, la salvación… comienzan por el corazón. Que no somos números, o masa, o sujetos, que ni siquiera somos ciudadanos… somos personas. Y que el centro de cada persona, su corazón, necesita a Cristo para ser. Que son necesarios las leyes, los códigos, los proyectos, las planificaciones… pero que más importante que esto es el corazón, y, sobre todo, que Cristo sea el rey del corazón.

Quiera Dios que así lo vivamos, porque éste es realmente el cambio que nuestro mundo necesita.

domingo, 23 de septiembre de 2007

Un recuerdo de la fiesta de Santiago

El día de la fiesta de Santiago, a pesar de que habíamos estado por la noche de verbena, fuimos a Misa con devoción. A algunos les extrañó la homilía que "eché". Muchos me felicitaron; otros se sorprendieron; otros seguro que me criticaron. Ahora que ya ha pasado el verano es el momento de volver a retomarla para pensar un poco las cosas. Con paciencia y con caridad, pero creo que el Evangelio implica todo esto. ¡Ya me diréis vuestros comentarios!

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTIAGO APÓSTOL

Queridos Caballeros de Santiago:
Queridos amigos:

Después de escuchar las lecturas de la Misa de Santiago, que nos cuentan la vida de los primeros apóstoles, se siente la necesidad de contrastar su época con nuestra época, y su fe con nuestra fe. Y, por si alguien no se ha dado cuenta, descubrir la enorme distancia que nos separa de ellos. No sólo porque hayan pasado dos mil años; sino porque el espíritu general no es el mismo.

Los apóstoles, dice la primera lectura, daban testimonio de Jesús con gran valentía. Eran hombres recios, tíos de una pieza, y hablaban de Jesús con todo su ser. Los judíos, que eran los jefes, les prohibían dar testimonio de Jesús; fijaos, no sólo estaba mal visto, como puede pasar ahora: es que estaba prohibido. Y ellos, con una gran determinación, respondían: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». ¡Impresionante!

Impresionante, sobre todo, porque eso implicaba correr el riesgo de perder la vida, antes que perder la fe. Hoy nos reímos de eso. Pero eso es lo que le pasó a Santiago, a nuestro Patrón: Herodes se lo cargó, porque no dejó de hablar de Jesús y de anunciar su evangelio y de denunciar lo que no estaba bien. En el momento de su martirio, Santiago estaba cumpliendo lo que un día le dijo a Jesús, y que hoy hemos escuchado en el evangelio; Jesús le pregunta: «¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?»; es decir, ¿vais a ser capaces de hacer todo lo que yo haga, hasta entregar vuestra vida por el Reino de Dios y por la verdad? Y ellos contestaron: «Sí que podemos». Y así fue; demostraron que podían. Por eso Santiago es hoy uno de los mejores ejemplos de lo que significa seguir a Jesús.

¿Y qué me decís de los demás? ¿Qué hicieron los demás cuando martirizaron a Santiago? ¿Se callaron? No. Siguieron adelante con mucha más fuerza. Es impresionante el testimonio que dirige san Pablo, y que hemos oído en la segunda lectura: «Una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros: nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan». Increíble, ¿verdad?

Esta diferencia con el tiempo de los apóstoles se puede mirar de dos maneras. Se puede mirar con pesimismo, y decir: ya no vivimos como los apóstoles, ya no hay nada que hacer, a la Iglesia le quedan dos telediarios… Pero ése no es el ejemplo de los apóstoles. Lo hemos oído; ellos se sienten apurados, pero no desesperados, y acosados, pero no rematados… Hay que mirar la situación con realismo, conocer la distancia que nos separa de Santiago, de nuestro Patrón, y afrontar con esperanza todo lo que aún tenemos por hacer.

¿Y qué puedo hacer yo?, os preguntaréis. ¿Qué puedo hacer yo que soy tan joven, tan pobre, que tengo una vida tan normal y tan limitada? Ten por seguro que cualquier cosa, por pequeña que te parezca, ya será mucho. Por ejemplo: dar testimonio valiente de tu fe en medio de tu entorno. Por ejemplo: no callarte y defender a la Iglesia cuando sea el tema de conversación. Por ejemplo: participar más en las cosas que organiza la Parroquia. Por ejemplo: preguntarte qué tienes que hacer para ser mejor cristiano…

La Hermandad de Santiago lleva muy a gala el ser un grupo de jóvenes dispuestos a ayudar a la Iglesia en lo que ella necesite. Pues hay una cosa que realmente necesita la Iglesia en este momento, y que es algo que vosotros, como sois jóvenes, podéis hacer mejor que nadie. Todo lo que antes os he dicho no deja de ser algo que os afecta a vosotros y a nadie más. Eso de participar en la Parroquia, de ser un cristiano honrado, de defender a la Iglesia cuando toque… todo eso se queda en vuestra vida privada. Pero hay algo que afecta a toda la Iglesia y a toda la sociedad, y que vosotros sí podéis hacer porque sois jóvenes. Y me voy a atrever a pedíroslo.

Hoy hay un problema social muy serio que nadie encara en toda su crudeza, y que los cristianos no vemos porque estamos contagiados de la mentalidad general. Algunos datos de ese problema son los siguientes; en primer lugar, en España hubo el año pasado más de 90.000 abortos, 90.000 niños dejaron de nacer porque fueron arrancados del seno de sus madres antes de que pudieran formarse y crecer; a esto hay que añadir que se repartieron más de 500.000 de las llamadas «píldoras del día después» que, puesto que no impiden la concepción, hay que considerar como abortibas; sumando, a mí me salen casi 600.000 abortos.

En segundo lugar, el número de divorcios en 2005 estuvo cerca de los 140.000, mientras que hubo en torno a 200.000 matrimonios. En España, uno de cada mil matrimonios se divorcia; en Europa, dos de cada mil. Se calcula que aproximadamente 800.000 niños y niñas en España son hijos de un matrimonio que se ha divorciado. En tercer lugar tenemos el dato de la natalidad en España, que se mide con el cociente hijos por mujer; mientras que la media de la Unión Europea es casi 2 hijos por mujer, en España la media es de 1,2 hijos por mujer: esto quiere decir que la mayor parte de los matrimonios prefieren no tener hijos, o si acaso tener solamente uno. O en cuarto lugar, los novios que antes de casarse se van a vivir juntos; y pensamos: ¿y qué mal hacen a nadie? Pero la pregunta no es si hacen daño a alguien. La pregunta es qué mentalidad hay debajo de un comportamiento así; «nos vamos a vivir juntos, y si nos va mal, nos separamos». ¿Veis la mentalidad que hay debajo? Se empieza una relación con una persona pensando desde el principio que va a ir mal… No me extraña que, finalmente, acabe yendo mal, porque se ha empezado desconfiando.

Mirad, yo no quiero juzgar ni echar las culpas a nadie. Pero me parece que nos encontramos ante un grave problema social. Y que los católicos, especialmente los católicos jóvenes, tenemos que aportar nuestra visión de las cosas. Se podrán analizar los casos particulares, y todo lo que queráis. Pero lo que es cierto es que, en general, hay una fuerte desorientación en el terrero de la ética de las relaciones humanas y de la afectividad.

Quiero insistir en que no juzgo a nadie. Creo, además, que hay que respetar a todo el mundo, viva como viva. Pero me sigue pareciendo una cuestión muy grave. Yo soy un joven sacerdote (como cura sólo tengo 6 años y medio) pero ya conozco a mucha gente infeliz por este tipo de cuestiones. En el fondo, al final, el problema es que nos tomamos las relaciones personales como un juego. Conozco a muchas personas que se sienten utilizadas, convertidas en juguetes, personas que nunca se han sentido de verdad personas. Éste es el problema.

¿Y qué tiene que ver la religión con esto? A Dios, ¿qué le importa todo esto? Pues mucho. Porque lo que Dios hace es amarnos enormemente, eternamente, hasta dar la vida. Y nos enseña a amar: «amaos unos a otros como yo os he amado». Aquí está la clave: «como yo os he amado», dice Jesús. Lo hemos oído en el evangelio: Jesús no ha venido a que le sirvan, sino a servir a los demás y a dar su vida por ellos. Amar no es intercambiar sensaciones, o pasármelo bien… Amar es dar la vida. Todo lo que sea educar nuestra afectividad para aprender a dar la vida por los demás, a dar la vida por la persona a la que amamos, a dar la vida por nuestra familia… todo eso, aunque implique sacrificios y renuncias a veces, todo eso será el estilo de vida de Jesús. Lo demás será convertirnos en juguetes, en mercancía de las empresas farmacéuticas, en carne de cañón de las modas e ideologías imperantes. Aunque se presente con la máscara de la libertad de la persona, en realidad lo que hará será destruir a la persona. Así que, mirad si tenéis ahí, como jóvenes cristianos, un gran camino que recorrer.

A veces pensamos y decimos que la Iglesia está desfasada, o que tiene un mensaje que no es de este tiempo, o que no sabe lo que dice. Ése es el error: el error es que los cristianos pensemos que la Iglesia se equivoca. No, no es así. Una de las pocas posturas coherentes que hoy se ven ante los problemas de las personas es la de la Iglesia. Vivid como nos enseña la Iglesia; no desconfiéis de ella, no penséis que vais a ser más tontos o más infelices si le hacéis caso. Nada de eso: vais a crecer como personas, y eso es lo que cuenta.

¿Que es difícil? Claro. Pero tenéis muchas ayudas. Tenéis que saber aprovecharlas. En primer lugar, tenéis la Misa del domingo. Venid a Misa el domingo. No pongáis excusas. Venid a estar con Jesús para aprender a vivir como Jesús vivió. En segundo lugar, me tenéis a mí: un cura no está sólo para bautizar, enterrar o casar; está sobre todo para escuchar, para orientar, para iluminar; compartiendo la vida cristiana con un sacerdote es más fácil ser cristiano. Y en tercer lugar os tenéis a vosotros, la Hermandad de Santiago; sed para vosotros mismos un grupo de referencia, convertíos en un grupo cristiano que se esfuerza por vivir como viven los cristianos; cuando las penas son compartidas, son más llevaderas, y los éxitos de alguien de nuestro entorno son también un estímulo para vivir con más ánimo la vida cristiana. Id a las reuniones; asistid a las «Noches de Santiago»; quedad entre vosotros para venir a Misa. Ayudaros a ser cristianos y a ser personas.

Os he dicho muchas cosas. No sé qué cuerpos tendréis para escucharme. Pero creo que la Iglesia nos pide hoy a los cristianos que no seamos cristianos un día, sino que nos creamos de verdad que el mensaje de los Apóstoles, el mensaje de Santiago, es el que salva, y que nos decidamos de una vez por vivirlo. Tendremos dificultades, pero seremos felices. Como dice san Pablo: nos aprietan, pero no nos ahogarán; nos acosan, pero no nos rematarán. Ahí sí que hay verdadera felicidad.

Señor Santiago, haz que nos mantengamos fieles a Cristo por siempre.


domingo, 24 de junio de 2007

Documento de trabajo sobre la Iglesia

Publicamos un escrito del obispo emérito de Ciudad Real, D. Rafael Torija de la Fuente, que ha servido de reflexión para la reunión de fin de curso de los catequistas. Se trata de una sencilla reflexión sobre la pertenencia a la Iglesia y la vinculación que debe existir entre Ella y los cristianos.

ECCLESIA, MATER

Queridos amigos: os agradezco que me hayáis ofrecido esta ocasión de comunicaros dos palabras, que a lo largo de mi vida cristiana y ministerial, de sacerdote y de obispo, han significado luz, fuerza, estímulo y alegría en mi existencia. No es que quiera «edificaros» con mi testimonio. Pretendo sencillamente conversar entre hermanos sobre estos puntos, que estimo básicos, fundamentales, en la vida y en la acción un cristiano que lo quiere ser de verdad.

Ecclesia, mater (La Iglesia, Madre)

¡Qué alegría tan grande produce en nosotros la lectura y la meditación del capítulo I de la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II: «el misterio de la Iglesia»! Ella constituye en la tierra el germen y el principio del Reino de Dios. Es el nuevo Pueblo de Dios. El Cuerpo de Cristo, vivificado por el Espíritu. Descrito con diversas imágenes: redil, cuya única puerta y pastor es Cristo; labranza o arada de Dios; vid, donde cristo es la Cepa y nosotros los sarmientos; edificación de Dios, ciudad santa donde Cristo es la piedra fundamental; «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Gal 4,6); esposa inmaculada del Cordero… «Cristo ama a la Iglesia como a su esposa, colma de bienes divinos a la Iglesia que es su Cuerpo y su plenitud, para que ella tienda y consiga toda la plenitud de Dios».

Cuando la Iglesia «despierta en nuestras almas», como diría Guardini, nos arrebata el corazón. Caemos en la cuenta de que ella es nuestra patria espiritual, es nuestra madre, es nuestra «familia». La amamos apasionadamente. Nada de cuanto le afecta nos resulta indiferente.

El «hombre eclesial», es decir, con sentido y vivencia de Iglesia, conoce el misterio de la Iglesia. Ama la belleza de la Casa de Dios. Estudia su naturaleza y su historia. Se solidariza con su experiencia. Se siente rico por sus riquezas. Conoce su pasado. Sabe que los miembros de su familia, también los pastores, son humanos y por tanto sujetos a limitaciones; pero conoce también y pondera todos los inmensos beneficios que la Iglesia ha aportado a lo largo de los siglos a la humanidad: de tipo humano, social, benéfico, cultural… Pero, sobre todo, conoce, pondera, estima, el inmenso servicio de la Iglesia a la humanidad de mantener, a lo largo de los siglos, «vivo el recuerdo, viviente la Persona y vivificante la Palabra del Señor». Aprende de ella a vivir y a morir. Acepta con alegría los sacrificios que exige el mantenimiento de su unidad y la realización de su misión evangelizadora.

El «hombre de Iglesia» sabe que la Iglesia es un Cuerpo vivo, un pueblo que camina por las sendas de la historia de la humanidad, y por lo tanto necesitando siempre purificación, con ánimo permanente de incesante renovación. Sigue a la Iglesia en su evolución constante hacia donde el Espíritu le sugiere caminar. Este hombre de Iglesia está siempre al servicio de la comunidad. Puede ocupar un lugar y desempeñar una función determinada en el conjunto del Cuerpo, pero se muestra sensible a cuanto afecta a todos los demás miembros. Se siente corresponsable. Vive la comunión eclesial. Está siempre abierto a la esperanza. Para él, el horizonte nunca está cerrado. Su esperanza es activa. Sabe acoger de buen grado las iniciativas de los demás. Vive la pobreza evangélica. Aprecia el silencio, la contemplación. No hace consistir todo en palabras. No calla cuando tiene que hablar. Acepta desde la fe el Magisterio de la Iglesia. Sabe y cree que la Eucaristía hace a la Iglesia y que la Iglesia hace la Eucaristía. Es, por tanto, hombre –o mujer– eminentemente eucarístico. Este hombre o esta mujer no cesa de vivir del espíritu de la Iglesia, «como los niños encerrados en el seno materno viven de la sustancia de su madres» (dice Berulle). Fomenta, por lo tanto, constantemente, sentimientos de tierna piedad para con ella. Le gusta llamarla con este nombre de madre. Goza sintiéndose hijo. Experimenta en su espíritu la verdad de la expresión de san Cipriano, de san Agustín y de otros santos Padres: «No puede tener a Dios por Padre quien no tenga a la Iglesia por Madre».

Este «hombre de Iglesia» hace suya esta hermosa oración del cardenal Newman: «Que no olvide yo, Señor, ni por un instante, que Tú has establecido en la tierra un reino que te pertenece; que la Iglesia es tu obra, tu institución, tu instrumento; que nosotros estamos bajo tu dirección, tus leyes y tu mirada; que cuando la Iglesia habla, eres Tú quien habla. Que la familiaridad que tengo con esta verdad maravillosa no me haga insensible a ella; que la debilidad de tus representantes humanos no me lleve a olvidar que eres Tú quien hablas y obras por medio de ellos».

María, Mater Ecclesiae (María, la Madre de la Iglesia)

Recordemos de nuevo el Concilio: «La Santísima Virgen, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el Templo, padeciendo con su Hijo cuando padecía en la cruz, cooperó en forma enteramente singular a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia» (LG 61).

La Santísima Virgen, por su fe, «dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno» (LG 63). Así que María es nuestra Madre en el orden de la gracia y de la santidad. Porque es Madre de Cristo, la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia.

Por esta íntima relación entre la Iglesia Madre y la Virgen Madre de la Iglesia, tan fundamentada en la Tradición de la misma Iglesia, yo me he permitido referir a la una y a la otra, a la Iglesia y a la Virgen María, esta bella alabanza original del teólogo en quien me vengo inspirando (Henry de Lubac):

¡Alabada sea esta gran Madre!

Madre casta, ella nos infunde y nos conserva una fe siempre íntegra,

que ningún decaimiento humano ni abatimiento espiritual,

por profundo que sea, es capaz de afectar.

Madre fecunda, no deja de darnos por el Espíritu Santo nuevos hermanos.

Madre universal, cuida por igual de todos,

de los pequeños como de los grandes,

de los ignorantes y de los sabios,

de la gente sencilla de las parroquias

como del grupo escogido de las almas consagradas.

Madre venerable, ella nos garantiza la herencia de los siglos,

y extrae para nosotros de su tesoro tanto las cosas antiguas como las nuevas.

Madre paciente, ella reanuda constantemente, sin cansarse nunca,

su obra de lenta educación

y recoge uno a uno los hilos de la unidad

que sus hijos desgarran constantemente.

Madre atenta, ella nos protege contra el Enemigo

que anda girando en torno a nosotros buscando su presa.

Madre amante, ella no nos repliega sobre sí misma

sino que nos lanza al encuentro de Dios que es todo Amor.

Madre clarividente, cualesquiera que sean las obras

que el Adversario se empeña en extender,

no puede menos de llegar a reconocer algún día como suyos

los hijos que ha engendrado,

sabrá alegrarse de su amor y ellos se sentirán seguros en sus brazos.

Madre ardiente, ella pone en el corazón de sus mejores hijos

un celo siempre activo y los envía por todas partes

como mensajeros de Jesucristo.

Madre prudente, ella nos evita los excesos sectarios,

los entusiasmos engañosos que dan lugar a peligrosos virajes;

ella nos enseña a amar todo lo que es bueno,

todo lo que es verdadero, todo lo que es justo,

a no rechazar nada que no haya sido contrastado.

Madre dolorosa, que lleva el corazón traspasado por la espada,

ella revive en el tiempo la Pasión de su Esposo.

Madre fuerte, ella nos exhorta a combatir y dar testimonio por Cristo;

más aún, no teme hacernos pasar por la muerte

–después de esta primera muerte que es el bautismo–

para engendrarnos a una vida más alta.

¡Bendita sea por tantos beneficios!

¡Bendita sea por encima de todas estas muertes que ella nos procura,

de estas muertes de las que el hombres es incapaz,

y sin las cuales estaría condenado a permanecer siempre siendo el mismo,

dando vueltas en su caducidad!

(Henri de Lubac).

Es cuanto quería deciros, atreviéndome a recomendaros que viváis lo que ya sabemos: que la Iglesia, la que fundó Jesucristo sobre los Apóstoles, a la que Él mismo envió a llevar la Luz del Evangelio por todo el mundo, con la fuerza del Espíritu santo, es nuestra Madre, a la que tenemos que querer y servir con todo nuestro corazón, apasionadamente, recordando que la fuente y la cima de toda nuestra vida y de la misión de la Iglesia se hallan en la Eucaristía.

domingo, 8 de abril de 2007

Homilía en la Vigilia Pascual

Queridos amigos:

El evangelio que acabamos de escuchar merece, mejor que ningún otro, el nombre de «evangelio»; si la palabra «evangelio» significa «buena noticia», la que acabamos de escuchar es la auténtica buena noticia, la mejor noticia de todas: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí: HA RESUCITADO». Todo lo que la Iglesia celebró ayer, es decir, la Pasión y Muerte de Jesús –por mucho que se mire con los ojos del Jueves Santo, es decir, con los ojos del amor y de la entrega por los amigos («Yo soy el buen pastor que da la vida por las ovejas», nos decía Jesús)– todo eso de nada sirve si no se hubiera proclamado el anuncio de la Resurrección de Cristo.

En la escena que acabamos de escuchar, san Lucas trata de recrear la primera vez que se oyó la proclamación de este anuncio, la primera vez que estas palabras rompieron el silencio de la noche y dejaron oír su eco en todos los rincones del mundo: ¡Cristo ha resucitado! Los oídos de aquellas mujeres se abrieron ante tan impresionante anuncio, los caminos se llenaron de la luz de estas palabras, las sombras de las casas de Jerusalén se llenaron de la fuerza de este anuncio, los corazones de los apóstoles quedaron impactados por la novedad de estas palabras pronunciadas por los ángeles y quedaron, por primera vez, llenos de fe. El primer anuncio, y la primera fe. La primera vez que los hombres se abrieron a la fe cristiana.

Es entonces muy legítimo que nos preguntemos: ¿cómo fue aquella primera vez que los apóstoles creyeron? ¿Qué les invadió por dentro? Pero también debemos preguntarnos: ¿cómo fue la primera vez que otros hombres creyeron el evangelio de la resurrección, por el testimonio de los apóstoles? Y también: ¿cómo fue la primera vez que la fe fue creída aquí, en España? ¿Y cómo fue la primera vez que nosotros, los que estamos aquí, creímos en el evangelio? La liturgia de la Vigilia Pascual tiene precisamente esta intención: la de recordarnos la primera vez de la fe, el milagro de la Resurrección de Cristo pero también el milagro de que nuestro entendimiento se abra a la fe cristiana, el milagro de que la fe nazca en el ser humano. Y, a esta luz, a mí también me surge el legítimo deseo de preguntarme: ¿de verdad la fe cristiana ha nacido en nosotros?

1. La fe nace de muchas maneras

Este nacer de la fe puede darse de muchas maneras. En primer lugar, se da en el hombre que no ha oído nada de Cristo, y vive dedicado a sus experiencias y obligaciones más inmediatas; a este hombre no le importa nada más; quizás haya presentido la existencia de algo sagrado, se haya hecho preguntas del por qué y del para qué, pero todo eso lo ha buscado en este mundo, sólo aquí… Dios llega a ese hombre casi sin dejarse notar: con una pregunta, con una persona, con una opción… De modo imperceptible, choca y pasa de largo, pero vuelve con mayor fuerza… Este hombre se pregunta: pero, ¿esto es así? ¿Todo esto es posible? ¿Cómo se compagina esto con lo que dice la filosofía y la ciencia? ¿Cómo se entiende esto en las preocupaciones del ambiente actual? A través de estos sentimientos y preguntas, la fe va evolucionando y su llamada se hace más apremiante: a través de los conceptos, a través de las opciones, a través de la pregunta por el sentido de la vida… Y este hombre da el paso; aunque fracase al principio, su decisión va madurando y acepta aquella realidad que le llama con una decisión irrevocable, que compromete definitivamente y que pide una entrega total. Entonces, este hombre recibe el bautismo.

Pero este despertar de la fe también puede ocurrir de otra manera. El despertar de la fe puede darse también en aquel hombre que desde pequeño ha sido criado en la fe. Sus padres eran creyentes, sus educadores también lo eran, y desde pequeño ha vivido en un ambiente de tradición cristiana, donde todo se interpretaba desde el punto de vista cristiano. Puede ser que toda esta educación cristiana un día se olvide, porque el hombre tome opciones diversas, o porque no le preste atención y la vaya perdiendo progresivamente… Pero un día, la fe vuelve a llamar a la puerta, con el recuerdo de lo que han sido las grandes experiencias de la infancia y de la juventud. O puede ser también que esta fe recibida en la infancia nunca se haya perdido, y que el joven que llega a la edad adulta tenga que asumir la responsabilidad de la fe que ha recibido: él mismo, no sus padres, ni sus maestros, ni sus amigos, ni el ambiente, él mismo debe responder por esta fe. Él mismo debe encontrarse frente a frente con Cristo y la Iglesia, y escuchar en su propia conciencia por primera vez el mensaje de la resurrección y aceptarlo con todo el ser: entonces nace en él la fe.

Y hay, en tercer lugar, un tercer camino por el que la fe puede despertar en el ser humano. Pero es el más difícil. El niño es educado en la fe, pero en un ambiente tibio y medianero, donde los padres se contentan sólo con practicar lo mínimo, con cumplir, donde se hacen las cosas porque siempre se han hecho así, donde los maestros son completamente indiferentes y donde el cristianismo se ve sólo como un hecho histórico y cultural. En este ambiente, se repiten palabras sin contenido real, se adquirieren nociones carentes de fuerza… Todo parece estar lleno de fe, pero no pasan de ser siluetas irreales. En este ambiente, todas las religiones son igualmente válidas. Y también son completamente válidas todas las opciones, se ha perdido el valor de lo absoluto y por eso ya no hay decisiones sin reservas… Es un ambiente escéptico, donde se duda de todo, se recela de todo el mundo y se desconfía por sistema de todo lo que hay.

Quien haya sido educado en esa «fe» entre comillas, no tardará mucho en perderla: por conveniencias prácticas o por desvanecimiento natural; de esta fe no quedará nada, ni siquiera nostalgia, ni la conciencia de tener que tomar decisiones importantes… Sólo quedará vacío… Y nos quejaremos de los botellones, de las drogas, de la insolidaridad reinante, de la falta de firmeza en las decisiones sociales, de la cultura de la diversión… Y entonces nos echaremos la culpa unos a otros, y todos lo habremos hecho bien, pero lo cierto es que no tomaremos el toro de una fe mediocre por los cuernos. Es como la tierra echada a perder, donde ya difícilmente podrá ser sembrado nada nuevo, y todo se irá borrando. En esta tierra habrá que dejar un largo barbecho para que pasado un tiempo se pueda echar de nuevo la simiente de la fe y pueda brotar.

2. La fe es un milagro

Yo no sé cuál es nuestra situación. Cada uno que se mire a sí mismo. Lo que sí digo esta noche es que la fe, el nacimiento de la fe en el ser humano, es tan milagro como la propia resurrección de Cristo. Milagro que se puede también pedir a Dios, y milagro por el que se puede luchar. En la noche en la que se recuerda que hubo una primera vez para escuchar el evangelio y una primera vez para creer, se celebra también que esta primera vez puede ser hoy, en esta noche. Escuchar por primera vez el evangelio y creer por primera vez, esto es, convertirse en creyente, significa a fin de cuentas lo siguiente: frente a un hombre cerrado en su propio ser y en su mundo, aparece una nueva realidad con tanta fuerza, con tanta bondad, con tanta belleza, que exigen la entrega total del propio ser. Esta entrega quizás pide sacrificio, necesita progresar, pero da al hombre su más alto lugar, su sentido definitivo. El hombre no es Dios, y Dios nunca es el hombre, pero la fe cristiana consiste en que el hombre está en Dios y Dios está en el hombre. San Pablo dirá: «Vivo yo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí». Aquí queremos llegar, esto es la resurrección de Cristo: el hombre en Dios y Dios en el hombre. Mientras no aceptemos personalmente esta nueva realidad que nos llama, que no es otra que Cristo Real y Vivo, y nos entreguemos a él, no tendremos fe. No pongamos la fe donde no está; no demos importancia a cosas que no la tienen; no juguemos con las cosas de la fe, no llamemos fe a lo que no es…

La fe es un milagro. Pedidlo. La fe es una entrega; sed valientes, y entregaos. San Lucas nos cuenta en el evangelio de esta Vigilia Santa que después del anuncio, después del «¡Ha resucitado!», los ángeles dicen a las mujeres: «Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea… Y ellas recordaron sus palabras». Pues bien, acordémonos también nosotros hoy de las palabras del Evangelio: ¿cuáles son las palabras que tú recuerdas más? Jesús dice: «Quien escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece al hombre sensato que construyó su casa sobre roca…» (Mt 7,24); y también, «Simón, sígueme; y yo te digo que tú eres Pedro…» (Lc 6,14); y también: «Venid a mí los que estéis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis vuestro consuelo» (Mt 11,28); y también: «¿Ninguno te ha condenado? Yo tampoco te condeno, vete y en adelante no peques más» (Jn 8,10s); y también: «Bienaventurados» (Mt 5,3ss); y también: «Amad a vuestros enemigos. Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?» (Mt 5,44.46).

Tú recuerda en tu interior las palabras de Jesús, y recupera en ellas la fuerza que tiene el primer anuncio de la fe, y entrégate a Jesús como si fuera la primera vez que crees. La fe es el futuro. Otras cosas, como se ha demostrado este año, pueden faltar; pero la fe nunca. El futuro es de la fe. Y por pobre o difícil que sea la situación en que nos encontremos, la fe es milagro que se realiza y que brota hoy, y es completamente inevitable. La Vigilia nos invita a asistir al milagro de la fe, y lo realiza en nosotros. ¿Te lo vas a perder? ¡Atrévete a creer! Feliz Pascua de Resurrección.

(Para profundizar en estas ideas, cf. Romano Guardini, La experiencia cristiana de la fe).