domingo, 8 de abril de 2007

Homilía en la Vigilia Pascual

Queridos amigos:

El evangelio que acabamos de escuchar merece, mejor que ningún otro, el nombre de «evangelio»; si la palabra «evangelio» significa «buena noticia», la que acabamos de escuchar es la auténtica buena noticia, la mejor noticia de todas: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí: HA RESUCITADO». Todo lo que la Iglesia celebró ayer, es decir, la Pasión y Muerte de Jesús –por mucho que se mire con los ojos del Jueves Santo, es decir, con los ojos del amor y de la entrega por los amigos («Yo soy el buen pastor que da la vida por las ovejas», nos decía Jesús)– todo eso de nada sirve si no se hubiera proclamado el anuncio de la Resurrección de Cristo.

En la escena que acabamos de escuchar, san Lucas trata de recrear la primera vez que se oyó la proclamación de este anuncio, la primera vez que estas palabras rompieron el silencio de la noche y dejaron oír su eco en todos los rincones del mundo: ¡Cristo ha resucitado! Los oídos de aquellas mujeres se abrieron ante tan impresionante anuncio, los caminos se llenaron de la luz de estas palabras, las sombras de las casas de Jerusalén se llenaron de la fuerza de este anuncio, los corazones de los apóstoles quedaron impactados por la novedad de estas palabras pronunciadas por los ángeles y quedaron, por primera vez, llenos de fe. El primer anuncio, y la primera fe. La primera vez que los hombres se abrieron a la fe cristiana.

Es entonces muy legítimo que nos preguntemos: ¿cómo fue aquella primera vez que los apóstoles creyeron? ¿Qué les invadió por dentro? Pero también debemos preguntarnos: ¿cómo fue la primera vez que otros hombres creyeron el evangelio de la resurrección, por el testimonio de los apóstoles? Y también: ¿cómo fue la primera vez que la fe fue creída aquí, en España? ¿Y cómo fue la primera vez que nosotros, los que estamos aquí, creímos en el evangelio? La liturgia de la Vigilia Pascual tiene precisamente esta intención: la de recordarnos la primera vez de la fe, el milagro de la Resurrección de Cristo pero también el milagro de que nuestro entendimiento se abra a la fe cristiana, el milagro de que la fe nazca en el ser humano. Y, a esta luz, a mí también me surge el legítimo deseo de preguntarme: ¿de verdad la fe cristiana ha nacido en nosotros?

1. La fe nace de muchas maneras

Este nacer de la fe puede darse de muchas maneras. En primer lugar, se da en el hombre que no ha oído nada de Cristo, y vive dedicado a sus experiencias y obligaciones más inmediatas; a este hombre no le importa nada más; quizás haya presentido la existencia de algo sagrado, se haya hecho preguntas del por qué y del para qué, pero todo eso lo ha buscado en este mundo, sólo aquí… Dios llega a ese hombre casi sin dejarse notar: con una pregunta, con una persona, con una opción… De modo imperceptible, choca y pasa de largo, pero vuelve con mayor fuerza… Este hombre se pregunta: pero, ¿esto es así? ¿Todo esto es posible? ¿Cómo se compagina esto con lo que dice la filosofía y la ciencia? ¿Cómo se entiende esto en las preocupaciones del ambiente actual? A través de estos sentimientos y preguntas, la fe va evolucionando y su llamada se hace más apremiante: a través de los conceptos, a través de las opciones, a través de la pregunta por el sentido de la vida… Y este hombre da el paso; aunque fracase al principio, su decisión va madurando y acepta aquella realidad que le llama con una decisión irrevocable, que compromete definitivamente y que pide una entrega total. Entonces, este hombre recibe el bautismo.

Pero este despertar de la fe también puede ocurrir de otra manera. El despertar de la fe puede darse también en aquel hombre que desde pequeño ha sido criado en la fe. Sus padres eran creyentes, sus educadores también lo eran, y desde pequeño ha vivido en un ambiente de tradición cristiana, donde todo se interpretaba desde el punto de vista cristiano. Puede ser que toda esta educación cristiana un día se olvide, porque el hombre tome opciones diversas, o porque no le preste atención y la vaya perdiendo progresivamente… Pero un día, la fe vuelve a llamar a la puerta, con el recuerdo de lo que han sido las grandes experiencias de la infancia y de la juventud. O puede ser también que esta fe recibida en la infancia nunca se haya perdido, y que el joven que llega a la edad adulta tenga que asumir la responsabilidad de la fe que ha recibido: él mismo, no sus padres, ni sus maestros, ni sus amigos, ni el ambiente, él mismo debe responder por esta fe. Él mismo debe encontrarse frente a frente con Cristo y la Iglesia, y escuchar en su propia conciencia por primera vez el mensaje de la resurrección y aceptarlo con todo el ser: entonces nace en él la fe.

Y hay, en tercer lugar, un tercer camino por el que la fe puede despertar en el ser humano. Pero es el más difícil. El niño es educado en la fe, pero en un ambiente tibio y medianero, donde los padres se contentan sólo con practicar lo mínimo, con cumplir, donde se hacen las cosas porque siempre se han hecho así, donde los maestros son completamente indiferentes y donde el cristianismo se ve sólo como un hecho histórico y cultural. En este ambiente, se repiten palabras sin contenido real, se adquirieren nociones carentes de fuerza… Todo parece estar lleno de fe, pero no pasan de ser siluetas irreales. En este ambiente, todas las religiones son igualmente válidas. Y también son completamente válidas todas las opciones, se ha perdido el valor de lo absoluto y por eso ya no hay decisiones sin reservas… Es un ambiente escéptico, donde se duda de todo, se recela de todo el mundo y se desconfía por sistema de todo lo que hay.

Quien haya sido educado en esa «fe» entre comillas, no tardará mucho en perderla: por conveniencias prácticas o por desvanecimiento natural; de esta fe no quedará nada, ni siquiera nostalgia, ni la conciencia de tener que tomar decisiones importantes… Sólo quedará vacío… Y nos quejaremos de los botellones, de las drogas, de la insolidaridad reinante, de la falta de firmeza en las decisiones sociales, de la cultura de la diversión… Y entonces nos echaremos la culpa unos a otros, y todos lo habremos hecho bien, pero lo cierto es que no tomaremos el toro de una fe mediocre por los cuernos. Es como la tierra echada a perder, donde ya difícilmente podrá ser sembrado nada nuevo, y todo se irá borrando. En esta tierra habrá que dejar un largo barbecho para que pasado un tiempo se pueda echar de nuevo la simiente de la fe y pueda brotar.

2. La fe es un milagro

Yo no sé cuál es nuestra situación. Cada uno que se mire a sí mismo. Lo que sí digo esta noche es que la fe, el nacimiento de la fe en el ser humano, es tan milagro como la propia resurrección de Cristo. Milagro que se puede también pedir a Dios, y milagro por el que se puede luchar. En la noche en la que se recuerda que hubo una primera vez para escuchar el evangelio y una primera vez para creer, se celebra también que esta primera vez puede ser hoy, en esta noche. Escuchar por primera vez el evangelio y creer por primera vez, esto es, convertirse en creyente, significa a fin de cuentas lo siguiente: frente a un hombre cerrado en su propio ser y en su mundo, aparece una nueva realidad con tanta fuerza, con tanta bondad, con tanta belleza, que exigen la entrega total del propio ser. Esta entrega quizás pide sacrificio, necesita progresar, pero da al hombre su más alto lugar, su sentido definitivo. El hombre no es Dios, y Dios nunca es el hombre, pero la fe cristiana consiste en que el hombre está en Dios y Dios está en el hombre. San Pablo dirá: «Vivo yo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí». Aquí queremos llegar, esto es la resurrección de Cristo: el hombre en Dios y Dios en el hombre. Mientras no aceptemos personalmente esta nueva realidad que nos llama, que no es otra que Cristo Real y Vivo, y nos entreguemos a él, no tendremos fe. No pongamos la fe donde no está; no demos importancia a cosas que no la tienen; no juguemos con las cosas de la fe, no llamemos fe a lo que no es…

La fe es un milagro. Pedidlo. La fe es una entrega; sed valientes, y entregaos. San Lucas nos cuenta en el evangelio de esta Vigilia Santa que después del anuncio, después del «¡Ha resucitado!», los ángeles dicen a las mujeres: «Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea… Y ellas recordaron sus palabras». Pues bien, acordémonos también nosotros hoy de las palabras del Evangelio: ¿cuáles son las palabras que tú recuerdas más? Jesús dice: «Quien escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece al hombre sensato que construyó su casa sobre roca…» (Mt 7,24); y también, «Simón, sígueme; y yo te digo que tú eres Pedro…» (Lc 6,14); y también: «Venid a mí los que estéis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis vuestro consuelo» (Mt 11,28); y también: «¿Ninguno te ha condenado? Yo tampoco te condeno, vete y en adelante no peques más» (Jn 8,10s); y también: «Bienaventurados» (Mt 5,3ss); y también: «Amad a vuestros enemigos. Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?» (Mt 5,44.46).

Tú recuerda en tu interior las palabras de Jesús, y recupera en ellas la fuerza que tiene el primer anuncio de la fe, y entrégate a Jesús como si fuera la primera vez que crees. La fe es el futuro. Otras cosas, como se ha demostrado este año, pueden faltar; pero la fe nunca. El futuro es de la fe. Y por pobre o difícil que sea la situación en que nos encontremos, la fe es milagro que se realiza y que brota hoy, y es completamente inevitable. La Vigilia nos invita a asistir al milagro de la fe, y lo realiza en nosotros. ¿Te lo vas a perder? ¡Atrévete a creer! Feliz Pascua de Resurrección.

(Para profundizar en estas ideas, cf. Romano Guardini, La experiencia cristiana de la fe).

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