domingo, 24 de junio de 2007

Documento de trabajo sobre la Iglesia

Publicamos un escrito del obispo emérito de Ciudad Real, D. Rafael Torija de la Fuente, que ha servido de reflexión para la reunión de fin de curso de los catequistas. Se trata de una sencilla reflexión sobre la pertenencia a la Iglesia y la vinculación que debe existir entre Ella y los cristianos.

ECCLESIA, MATER

Queridos amigos: os agradezco que me hayáis ofrecido esta ocasión de comunicaros dos palabras, que a lo largo de mi vida cristiana y ministerial, de sacerdote y de obispo, han significado luz, fuerza, estímulo y alegría en mi existencia. No es que quiera «edificaros» con mi testimonio. Pretendo sencillamente conversar entre hermanos sobre estos puntos, que estimo básicos, fundamentales, en la vida y en la acción un cristiano que lo quiere ser de verdad.

Ecclesia, mater (La Iglesia, Madre)

¡Qué alegría tan grande produce en nosotros la lectura y la meditación del capítulo I de la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II: «el misterio de la Iglesia»! Ella constituye en la tierra el germen y el principio del Reino de Dios. Es el nuevo Pueblo de Dios. El Cuerpo de Cristo, vivificado por el Espíritu. Descrito con diversas imágenes: redil, cuya única puerta y pastor es Cristo; labranza o arada de Dios; vid, donde cristo es la Cepa y nosotros los sarmientos; edificación de Dios, ciudad santa donde Cristo es la piedra fundamental; «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Gal 4,6); esposa inmaculada del Cordero… «Cristo ama a la Iglesia como a su esposa, colma de bienes divinos a la Iglesia que es su Cuerpo y su plenitud, para que ella tienda y consiga toda la plenitud de Dios».

Cuando la Iglesia «despierta en nuestras almas», como diría Guardini, nos arrebata el corazón. Caemos en la cuenta de que ella es nuestra patria espiritual, es nuestra madre, es nuestra «familia». La amamos apasionadamente. Nada de cuanto le afecta nos resulta indiferente.

El «hombre eclesial», es decir, con sentido y vivencia de Iglesia, conoce el misterio de la Iglesia. Ama la belleza de la Casa de Dios. Estudia su naturaleza y su historia. Se solidariza con su experiencia. Se siente rico por sus riquezas. Conoce su pasado. Sabe que los miembros de su familia, también los pastores, son humanos y por tanto sujetos a limitaciones; pero conoce también y pondera todos los inmensos beneficios que la Iglesia ha aportado a lo largo de los siglos a la humanidad: de tipo humano, social, benéfico, cultural… Pero, sobre todo, conoce, pondera, estima, el inmenso servicio de la Iglesia a la humanidad de mantener, a lo largo de los siglos, «vivo el recuerdo, viviente la Persona y vivificante la Palabra del Señor». Aprende de ella a vivir y a morir. Acepta con alegría los sacrificios que exige el mantenimiento de su unidad y la realización de su misión evangelizadora.

El «hombre de Iglesia» sabe que la Iglesia es un Cuerpo vivo, un pueblo que camina por las sendas de la historia de la humanidad, y por lo tanto necesitando siempre purificación, con ánimo permanente de incesante renovación. Sigue a la Iglesia en su evolución constante hacia donde el Espíritu le sugiere caminar. Este hombre de Iglesia está siempre al servicio de la comunidad. Puede ocupar un lugar y desempeñar una función determinada en el conjunto del Cuerpo, pero se muestra sensible a cuanto afecta a todos los demás miembros. Se siente corresponsable. Vive la comunión eclesial. Está siempre abierto a la esperanza. Para él, el horizonte nunca está cerrado. Su esperanza es activa. Sabe acoger de buen grado las iniciativas de los demás. Vive la pobreza evangélica. Aprecia el silencio, la contemplación. No hace consistir todo en palabras. No calla cuando tiene que hablar. Acepta desde la fe el Magisterio de la Iglesia. Sabe y cree que la Eucaristía hace a la Iglesia y que la Iglesia hace la Eucaristía. Es, por tanto, hombre –o mujer– eminentemente eucarístico. Este hombre o esta mujer no cesa de vivir del espíritu de la Iglesia, «como los niños encerrados en el seno materno viven de la sustancia de su madres» (dice Berulle). Fomenta, por lo tanto, constantemente, sentimientos de tierna piedad para con ella. Le gusta llamarla con este nombre de madre. Goza sintiéndose hijo. Experimenta en su espíritu la verdad de la expresión de san Cipriano, de san Agustín y de otros santos Padres: «No puede tener a Dios por Padre quien no tenga a la Iglesia por Madre».

Este «hombre de Iglesia» hace suya esta hermosa oración del cardenal Newman: «Que no olvide yo, Señor, ni por un instante, que Tú has establecido en la tierra un reino que te pertenece; que la Iglesia es tu obra, tu institución, tu instrumento; que nosotros estamos bajo tu dirección, tus leyes y tu mirada; que cuando la Iglesia habla, eres Tú quien habla. Que la familiaridad que tengo con esta verdad maravillosa no me haga insensible a ella; que la debilidad de tus representantes humanos no me lleve a olvidar que eres Tú quien hablas y obras por medio de ellos».

María, Mater Ecclesiae (María, la Madre de la Iglesia)

Recordemos de nuevo el Concilio: «La Santísima Virgen, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el Templo, padeciendo con su Hijo cuando padecía en la cruz, cooperó en forma enteramente singular a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia» (LG 61).

La Santísima Virgen, por su fe, «dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno» (LG 63). Así que María es nuestra Madre en el orden de la gracia y de la santidad. Porque es Madre de Cristo, la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia.

Por esta íntima relación entre la Iglesia Madre y la Virgen Madre de la Iglesia, tan fundamentada en la Tradición de la misma Iglesia, yo me he permitido referir a la una y a la otra, a la Iglesia y a la Virgen María, esta bella alabanza original del teólogo en quien me vengo inspirando (Henry de Lubac):

¡Alabada sea esta gran Madre!

Madre casta, ella nos infunde y nos conserva una fe siempre íntegra,

que ningún decaimiento humano ni abatimiento espiritual,

por profundo que sea, es capaz de afectar.

Madre fecunda, no deja de darnos por el Espíritu Santo nuevos hermanos.

Madre universal, cuida por igual de todos,

de los pequeños como de los grandes,

de los ignorantes y de los sabios,

de la gente sencilla de las parroquias

como del grupo escogido de las almas consagradas.

Madre venerable, ella nos garantiza la herencia de los siglos,

y extrae para nosotros de su tesoro tanto las cosas antiguas como las nuevas.

Madre paciente, ella reanuda constantemente, sin cansarse nunca,

su obra de lenta educación

y recoge uno a uno los hilos de la unidad

que sus hijos desgarran constantemente.

Madre atenta, ella nos protege contra el Enemigo

que anda girando en torno a nosotros buscando su presa.

Madre amante, ella no nos repliega sobre sí misma

sino que nos lanza al encuentro de Dios que es todo Amor.

Madre clarividente, cualesquiera que sean las obras

que el Adversario se empeña en extender,

no puede menos de llegar a reconocer algún día como suyos

los hijos que ha engendrado,

sabrá alegrarse de su amor y ellos se sentirán seguros en sus brazos.

Madre ardiente, ella pone en el corazón de sus mejores hijos

un celo siempre activo y los envía por todas partes

como mensajeros de Jesucristo.

Madre prudente, ella nos evita los excesos sectarios,

los entusiasmos engañosos que dan lugar a peligrosos virajes;

ella nos enseña a amar todo lo que es bueno,

todo lo que es verdadero, todo lo que es justo,

a no rechazar nada que no haya sido contrastado.

Madre dolorosa, que lleva el corazón traspasado por la espada,

ella revive en el tiempo la Pasión de su Esposo.

Madre fuerte, ella nos exhorta a combatir y dar testimonio por Cristo;

más aún, no teme hacernos pasar por la muerte

–después de esta primera muerte que es el bautismo–

para engendrarnos a una vida más alta.

¡Bendita sea por tantos beneficios!

¡Bendita sea por encima de todas estas muertes que ella nos procura,

de estas muertes de las que el hombres es incapaz,

y sin las cuales estaría condenado a permanecer siempre siendo el mismo,

dando vueltas en su caducidad!

(Henri de Lubac).

Es cuanto quería deciros, atreviéndome a recomendaros que viváis lo que ya sabemos: que la Iglesia, la que fundó Jesucristo sobre los Apóstoles, a la que Él mismo envió a llevar la Luz del Evangelio por todo el mundo, con la fuerza del Espíritu santo, es nuestra Madre, a la que tenemos que querer y servir con todo nuestro corazón, apasionadamente, recordando que la fuente y la cima de toda nuestra vida y de la misión de la Iglesia se hallan en la Eucaristía.

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