miércoles, 27 de febrero de 2008

Tema de formación con las Hermandades

JESÚS DIO LA VIDA POR NOSOTROS

1. «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20)

La Semana Santa es para mucha gente la celebración de la muerte de Jesús. Ya es algo: por lo menos no son unos días más de vacaciones en el calendario laboral; si entienden que tiene que ver con Jesús y lo quieren celebrar así, ya han dado un paso como cristianos.

Pero para mucha gente, la muerte de Jesús es sólo un sentimiento de piedad ante un personaje admirado. Muchas personas viven la «muerte de Jesús» como las demás: con devoción, con respeto… Cuando muere alguien que queremos, nos sentimos tristes; algo de nosotros se muere con él. Algo así viven también en Semana Santa.

Otras muchas personas son capaces de dar un paso más: saben y creen que Jesús no quedó muerto, sino que resucitó y cambió la vida de sus discípulos. Jesús está vivo. Y eso quiere decir que ha muerto «por mí». Eso cambia radicalmente el sentido de su muerte: lo ha hecho por mí, ha dado su vida por mí… Para estas personas, la Semana Santa les afecta personalmente, porque todo lo que ven, oyen y celebran les toca directamente. Les cambia.

Estas personas repiten la experiencia de san Pablo. Él, en una de sus cartas, reconoce cuál es el secreto de su vida: «Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mí; vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo a la muerte por mí» (Gal 2,20). En eso consiste ser cristiano: el centro de mi vida no soy yo, sino Jesús, que pone en mí fuerza, ilusión, vida, felicidad, esperanza… El dio la vida para que yo tenga vida. Él se desvivió para que yo viviese.

Celebrar la Semana Santa tiene que ayudarnos a entender esto cada vez más profunda-mente. Es la experiencia cristiana más fundamental. De manera que «Jesús dio la vida por nosotros» no significa que fuera «por nuestra culpa», sino «para nuestra vida». En cada Misa lo celebramos: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» no significa que nosotros lo entreguemos, sino que la entrega de Jesús tiene que tener un fruto (en nuestro trabajo, en nuestra familia, en nuestros ideales, en nuestros valores…). Poco a poco, va siendo así.

2. «Vosotros formáis el Cuerpo de Cristo» (1Cor 12,12ss)

Por todo lo anterior, san Pablo piensa que todos los cristianos, ya que vivimos la vida que Jesús nos ha dado, somos su Cuerpo. Todos recibimos la vida de Jesús, y nos anima su misma energía; por eso estamos unidos a Él, y todos somos «su Cuerpo». Esto es más claro si se piensa en la Eucaristía: al comulgar su Cuerpo, todos nos transformamos en su Cuerpo; al participar del mismo pan, todos nos transformamos en este Pan que recibimos que es el mismo Jesús.

Por eso, la Iglesia se siente llamada a hacer lo mismo que Jesús hacía: predicar, sanar, ayudar, orar, reunir… Y todos los miembros de la Iglesia deben tomar esta tarea como suya. Esto es lo que somos. Esto es lo que nos da sentido.

San Pablo lo decía de un modo mucho más bonito. Como somos el Cuerpo de Cristo, san Pablo ponía el ejemplo de un cuerpo humano para ayudar a sus cristianos:

Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo; y todos hemos bebido también del mismo Espíritu. Por su parte, el cuerpo no está compuesto de un solo miembro, sino de muchos. Si el pie dijera: «como no soy mano, no soy del cuerpo», ¿dejaría por eso de pertenecer al cuerpo? Y si el oído dijera: «como no soy ojo, no soy del cuerpo», ¿dejaría por eso de pertenecer al cuerpo? Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿cómo podría oír? Y si todo fuera oído, ¿cómo podría oler? Con razón, Dios ha dispuesto cada uno de los miembros del cuerpo como le pareció conveniente. Pues si todo se redujese a un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Por eso, aunque hay muchos miembros, el cuerpo es uno. Y el ojo no puede decir a la mano: «no te necesito». Ni la cabeza puede decir a los pies: «no os necesito». Al contrario, los miembros del cuerpo que consideramos más débiles son los más necesarios… Vosotros formáis el Cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro (1Cor 12,12ss).

Creo que está muy claro lo que san Pablo nos quiere decir: si tenemos la misma fe, entonces estamos en el mismo barco; somos miembros del mismo cuerpo, y es necesario construir la unidad. Esto es muy importante en todo momento; para las Hermandades, esto es muy importante especialmente en Semana Santa, cuando realizáis de un modo más visible vuestra misión litúrgica.

Los cristianos que formáis parte de las Hermandades no debéis olvidar que sois Cuerpo de Cristo, que representáis a la Iglesia, que hacéis visible a Jesús con vuestra persona, vuestros actos y vuestros sentimientos, quizás más que con la imagen que sacáis en procesión. Que no se nos olvide. Y que la devoción a vuestro titular os acerque más al Señor que da la vida, que murió por nosotros y que así hizo que nosotros pudiéramos vivir también con esperanza y alegría.

domingo, 17 de febrero de 2008

Reflexión de la segunda semana de Cuaresma

En las tres lecturas de este segundo domingo de Cuaresma podemos ver una buena descripción de la dinámica de la vida cristiana, con sus altibajos y sus distintos momentos. En primer lugar, con la primera lectura, descubrimos que la vida cristiana comienza con una llamada, con una vocación, como la de Abraham: «Sal de tu tierra, hacia la tierra que yo te mostraré»; a la que sigue una promesa: «Haré de ti un gran pueblo». Nosotros también recibimos diariamente esta vocación, esta llamada: cuando se nos propone realizar algo que no está bien y lo rechazamos, entonces estamos haciendo como Abraham, siguiendo la llamada de Dios; cuando sentimos que debemos hacer algo por alguien, y superamos nuestra pereza y lo hacemos, entonces secundamos la llamada de la fe; cuando de nuestro corazón brota el deseo de rezar y no lo ahogamos, entonces también aquí Dios entra llamando en nuestra vida y le decimos que sí… Son muchas las maneras por las que Dios entra a llamarnos y a ponernos en camino.

Lo decisivo, sin embargo, no es esta respuesta a la llamada. Lo importante es lo que viene después. Con mucha frecuencia, uno toma la decisión correcta, o se compromete por su fe en algún sentido, o decide que para amar como Jesús hay que actuar de una forma concreta y determinada… Y esta decisión, está opción que se ha tomado, deja en el corazón una gran satisfacción, el regusto de saber que uno va por donde fue Jesús, la alegría de ser cristianos. Exactamente esto es el episodio de la Transfiguración: la alegría que los discípulos sienten al saber que no se han equivocado al seguir a Jesús, que es realmente el Hijo de Dios y que con Él se está bien, es más, que con Él es con el único con el que se puede estar.

Nuestra vida cristiana tiene muchos momentos de este tipo; son lo que san Ignacio llamaba momentos de «consolación»: el espíritu se siente apoyado, consolado, fortalecido para continuar apostando por Jesús. Sin embargo, en nuestra vida cristiana hay también momentos de otro tipo muy distinto: son muchas las veces en que tomamos una opción por Jesús, o hacemos lo que nos enseña la Iglesia porque aparece así en el Evangelio, pero nos sentimos después tristes, nos sentimos como engañados, como si dijéramos: «he actuado así, pero tenía que haber hecho lo que todo el mundo… si es que soy tonto, no se puede soñar tanto…». Con frecuencia, estos momentos significan un abandono de la fe, un desencanto, a veces un desengaño… Son los momentos que la tradición mística ha llamado de «desolación»: la fe no nos dice nada, no nos sentimos a gusto siguiendo a Jesús… En esos momentos, que también los hay, debemos hacer caso a lo que san Pablo nos ha dicho en la segunda lectura: «Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé». El evangelio es también un duro combate; es necesario, a veces, hacerse violencia interior… A mí me gustaría hacer algo distinto, y es lo que me apetece, pero puesto que lo manda el Señor, combato duramente, y lo hago así… Para eso el Señor nos da su fuerza, y con ella hemos de contar siempre. Es en los momentos difíciles cuando se debe notar la grandeza de nuestra fe: una fe que se demuestra cuando todo es fácil no es una fe muy grande, que digamos; la fe se demuestra especialmente cuando las cosas se complican, cuando en nuestro corazón las cosas se ponen difíciles.

Y así, las lecturas describen a la perfección la dinámica general de la vida cristiana: comienza con una llamada (primera lectura) que provoca en nosotros una reacción positiva (evangelio) o de una tristeza que pide fidelidad para convertirse en alegría (segunda lectura). Sin embargo, hay todavía una tercera experiencia en la vida cristiana. Es la del final del evangelio de hoy, en la que se mezcla la experiencia de «consolación» con la dureza de la desolación; se viven juntas. Al final del pasaje del evangelio de la Transfiguración, Jesús dice a sus discípulos que todo lo que han visto sobre su identidad y su gloria, pasa por la cruz. A la resurrección se va por el camino de la cruz; la cruz es el camino para la Pascua. Es lo que rezamos en el prefacio de la misa de hoy: en la transfiguración, Jesús enseña a sus discípulos que la pasión es el camino de la resurrección. Esto es difícil de entender. Es, sin embargo, necesario. La cruz no la quiere Dios; y sin embargo, es a veces el único camino para la luz. De modo que, a veces, se tiene que tomar la cruz pero con espíritu alegre; se ve desolación, pero se vive consolación. Nos rodea la dureza de la prueba, pero la asumimos con la alegría del corazón. Son las dos experiencias juntas, que reflejan la propia experiencia de Jesús.

En esta cuaresma, debemos estar atentos a nuestra vivencia de estas tres experiencias de la vida cristiana. En primer lugar, debemos alegrarnos al gozar la consolación, sentirnos verdaderamente dichosos cuando seguir a Jesús nos llena de alegría. En segundo lugar, debemos ser fieles en la desolación, fiarnos de la palabra de Jesús cuando las cosas son difíciles, porque la principal dificultad no está fuera, sino dentro de nosotros mismos. Y finalmente, pedir al Señor que podamos entender la cruz; de esta manera, llegaremos a la Pascua y podremos acompañar a Cristo, estar junto a Él en el Calvario para poder estar con Él en la victoria de la mañana alegre de la resurrección.


domingo, 10 de febrero de 2008

Homilía del Domingo I de Cuaresma

Por si os sirve para vuestra reflexión cuaresmal, aquí os cuelgo la homilía del primer domingo de Cuaresma.

VENCER LA TENTACIÓN

En las lecturas de hoy se nos propone un tema un poco escabroso: es la cuestión de la tentación. Una de esas cosas de las que ya no hablamos, porque ya casi no creemos en ellas. Muchas veces nos han metido mucho miedo con el tema de la tentación, y era casi tanto como ver peligro por todas partes. Eso era quizás un poco exagerado. Pero también es exagerado lo que sucede hoy: ya casi no hablamos de esto, porque pensamos que son cosas de niños y de la catequesis, y nos olvidamos de que es algo que vivimos todos los días.

La tentación tiene una «vertiente», por así decir, positiva. Saber que uno sufre la tentación es saber que uno es libre, que puede decidir, que su comportamiento no está fijado como el de un animal que no puede elegir entre una cosa y otra, sino solamente seguir lo que le manda su instinto. Me parece a mí que olvidar el tema de la tentación es como volvernos un poco animales, porque olvidarse de este tema implica pensar que en toda circunstancia nuestra decisión está ya tomada de antemano. Pero eso no es verdad. Somos libres. La Cuaresma empieza, por tanto, con una llamada a la libertad. No hay que tenerle miedo a la tentación, ni a la palabra ni a la realidad, porque el mismo Jesús la vivió. Así que también en lo que a veces nos agobia podemos descubrir una manera de parecernos a Jesús; la Cuaresma es también una llamada a parecerse a Jesús.

Pues bien, en las lecturas de hoy vemos una doble reacción ante la tentación. La primera reacción es la de Adán y Eva (no voy a entrar aquí en la cuestión de quiénes eran, y solamente los voy a tomar como una expresión de lo que ocurre muchas veces en todos los hombres). La segunda reacción es la de Jesús, como hemos oído en el evangelio. Las dos situaciones empiezan exactamente igual: hay un tentador (la serpiente, el enemigo) que señala una realidad, subrayando lo que tiene de positiva: mira qué árbol, qué bonito es… O en el segundo caso: ¿Tienes hambre? Pues también tienes poder: di que estas piedras se conviertan en panes…

La cosa empieza exactamente igual en los dos casos. Y empieza bastante bien. Pero, a veces, las apariencias engañan y esconden debajo cosas que no están tan bien. Cuando algo aparentemente bueno viene metiendo prisas, es que esconde algo… El bien de verdad es mucho más paciente y mira mucho más allá. Ésa es la clave. Pero miremos otra vez los dos relatos; ambos empiezan igual, es verdad, pero evidentemente no terminan igual. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en la reacción ante la tentación.

Jesús reacciona tajantemente; tanto, que sorprende. Tiene hambre, y tiene en sus manos la posibilidad de convertir las piedras en pan. Es el Mesías, y sabe que puede ganarse a todo el mundo por el estómago. Pero no, eso no es bueno, porque no sólo de pan vive el hombre. Y punto y final. En el Génesis, sin embargo, la cosa no sucede así. Eva ve el árbol, y siente su hermosura; siente la tentación; pero en lugar de rechazarla, ¿qué hace? Se pone a galantear con la serpiente. El fruto es bonito, qué razón llevas, pero mira, es que Dios nos ha dicho… Y dialoga con ella: ¿Dios qué sabe? Lo único es que teme que os hagáis como Él… Sí, si en realidad, qué tiene que temer… ¡Cuánta razón llevas! Y al final, tanto y tanto se ha detenido en la cuestión, tanto va el cántaro a la fuente, que se rompe. Y aparece el pecado, esto es, la decisión equivocada: el pan para hoy pero el hambre para mañana.

Jesús no galantea con la tentación; su «sí» es un «sí», y su «no» es un «no». Y no hay más que hablar. Y esta decisión es precisamente la que le convierte en vencedor. Nuestro error consiste precisamente en que nos gusta la tentación, nos gusta andar por el filo, nos sentimos muy bien. Lo otro nos parece demasiado seco. Y hoy, decimos, no hay nada bueno ni nada malo, porque en realidad todo depende… Y una persona puede ser feliz de muchas maneras, «anda, mientras no haga mal a nadie»… Y la verdad y la mentira, eso son cosas de otra época; hoy hay tantas verdades como personas existen en el mundo, y nadie tiene la verdad absoluta… Y nos falta el sí y el no. Nos falta esta claridad que vence.

Así que, contra la tentación, claridad. Es verdad, hace falta paciencia, o fuerza…Pero sobre todo, claridad. La Cuaresma es el tiempo en el que debemos ejercitarnos en esta claridad. Ya habrá tiempo de pensarlo, de justificarlo o de estudiarlo; pero en el momento de sentirlo, fiarse de Jesús y decidir inmediatamente. San Ignacio decía que el enemigo entra con la tuya para salirse con la suya. Por eso, superar la tentación significa renunciar un poco a uno mismo. Esto es lo que nos pide el Señor, y esto es lo que vivimos especialmente en Cuaresma. No nos engañemos; Adán y Cristo no son dos ejemplos a seguir indistintamente. Por uno, entra el pecado; por otro, la salvación. Jesús ya ha vencido; si hacemos como Él, venceremos con Él.