domingo, 17 de febrero de 2008

Reflexión de la segunda semana de Cuaresma

En las tres lecturas de este segundo domingo de Cuaresma podemos ver una buena descripción de la dinámica de la vida cristiana, con sus altibajos y sus distintos momentos. En primer lugar, con la primera lectura, descubrimos que la vida cristiana comienza con una llamada, con una vocación, como la de Abraham: «Sal de tu tierra, hacia la tierra que yo te mostraré»; a la que sigue una promesa: «Haré de ti un gran pueblo». Nosotros también recibimos diariamente esta vocación, esta llamada: cuando se nos propone realizar algo que no está bien y lo rechazamos, entonces estamos haciendo como Abraham, siguiendo la llamada de Dios; cuando sentimos que debemos hacer algo por alguien, y superamos nuestra pereza y lo hacemos, entonces secundamos la llamada de la fe; cuando de nuestro corazón brota el deseo de rezar y no lo ahogamos, entonces también aquí Dios entra llamando en nuestra vida y le decimos que sí… Son muchas las maneras por las que Dios entra a llamarnos y a ponernos en camino.

Lo decisivo, sin embargo, no es esta respuesta a la llamada. Lo importante es lo que viene después. Con mucha frecuencia, uno toma la decisión correcta, o se compromete por su fe en algún sentido, o decide que para amar como Jesús hay que actuar de una forma concreta y determinada… Y esta decisión, está opción que se ha tomado, deja en el corazón una gran satisfacción, el regusto de saber que uno va por donde fue Jesús, la alegría de ser cristianos. Exactamente esto es el episodio de la Transfiguración: la alegría que los discípulos sienten al saber que no se han equivocado al seguir a Jesús, que es realmente el Hijo de Dios y que con Él se está bien, es más, que con Él es con el único con el que se puede estar.

Nuestra vida cristiana tiene muchos momentos de este tipo; son lo que san Ignacio llamaba momentos de «consolación»: el espíritu se siente apoyado, consolado, fortalecido para continuar apostando por Jesús. Sin embargo, en nuestra vida cristiana hay también momentos de otro tipo muy distinto: son muchas las veces en que tomamos una opción por Jesús, o hacemos lo que nos enseña la Iglesia porque aparece así en el Evangelio, pero nos sentimos después tristes, nos sentimos como engañados, como si dijéramos: «he actuado así, pero tenía que haber hecho lo que todo el mundo… si es que soy tonto, no se puede soñar tanto…». Con frecuencia, estos momentos significan un abandono de la fe, un desencanto, a veces un desengaño… Son los momentos que la tradición mística ha llamado de «desolación»: la fe no nos dice nada, no nos sentimos a gusto siguiendo a Jesús… En esos momentos, que también los hay, debemos hacer caso a lo que san Pablo nos ha dicho en la segunda lectura: «Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé». El evangelio es también un duro combate; es necesario, a veces, hacerse violencia interior… A mí me gustaría hacer algo distinto, y es lo que me apetece, pero puesto que lo manda el Señor, combato duramente, y lo hago así… Para eso el Señor nos da su fuerza, y con ella hemos de contar siempre. Es en los momentos difíciles cuando se debe notar la grandeza de nuestra fe: una fe que se demuestra cuando todo es fácil no es una fe muy grande, que digamos; la fe se demuestra especialmente cuando las cosas se complican, cuando en nuestro corazón las cosas se ponen difíciles.

Y así, las lecturas describen a la perfección la dinámica general de la vida cristiana: comienza con una llamada (primera lectura) que provoca en nosotros una reacción positiva (evangelio) o de una tristeza que pide fidelidad para convertirse en alegría (segunda lectura). Sin embargo, hay todavía una tercera experiencia en la vida cristiana. Es la del final del evangelio de hoy, en la que se mezcla la experiencia de «consolación» con la dureza de la desolación; se viven juntas. Al final del pasaje del evangelio de la Transfiguración, Jesús dice a sus discípulos que todo lo que han visto sobre su identidad y su gloria, pasa por la cruz. A la resurrección se va por el camino de la cruz; la cruz es el camino para la Pascua. Es lo que rezamos en el prefacio de la misa de hoy: en la transfiguración, Jesús enseña a sus discípulos que la pasión es el camino de la resurrección. Esto es difícil de entender. Es, sin embargo, necesario. La cruz no la quiere Dios; y sin embargo, es a veces el único camino para la luz. De modo que, a veces, se tiene que tomar la cruz pero con espíritu alegre; se ve desolación, pero se vive consolación. Nos rodea la dureza de la prueba, pero la asumimos con la alegría del corazón. Son las dos experiencias juntas, que reflejan la propia experiencia de Jesús.

En esta cuaresma, debemos estar atentos a nuestra vivencia de estas tres experiencias de la vida cristiana. En primer lugar, debemos alegrarnos al gozar la consolación, sentirnos verdaderamente dichosos cuando seguir a Jesús nos llena de alegría. En segundo lugar, debemos ser fieles en la desolación, fiarnos de la palabra de Jesús cuando las cosas son difíciles, porque la principal dificultad no está fuera, sino dentro de nosotros mismos. Y finalmente, pedir al Señor que podamos entender la cruz; de esta manera, llegaremos a la Pascua y podremos acompañar a Cristo, estar junto a Él en el Calvario para poder estar con Él en la victoria de la mañana alegre de la resurrección.


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