jueves, 13 de diciembre de 2007

Homilía del domingo de Jesucristo, Rey del Universo

En nuestra Parroquia, es tradición celebrar la fiesta de Santa Cecilia, patrona de los músicos, el domingo más cercano a su fiesta, que es el 24 de noviembre. Normalmente, esta domingo suele coincidir con el final del ciclo litúrgico, con la celebración de la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo. En la celebración participan distintos grupos musicales de la localidad, tocando en distintas partes de la Misa. Todo queda muy solemne. Esta fue la homilía de ese día.


Queridos amigos (y en particular los que hoy habéis venido a la Iglesia a celebrar la santidad de santa Cecilia, la patrona de los músicos):

Hoy la Iglesia celebra la fiesta de Jesucristo, Rey del universo. Las palabras son muy importantes, porque esclarecen el sentido de las cosas. Es la fiesta de Jesucristo, Rey del universo, y no la fiesta de Cristo Rey. Es verdad que el Papa Pío XI instituyó en 1925 la fiesta de Cristo Rey como una reacción a los sistemas políticos ateos que negaban la trascendencia del hombre. Pero la Iglesia no siguió por los caminos de la teocracia; el Estado, la política, el derecho y la organización social son distintos de la religión o la fe. Esto debe quedarnos claro. Y esto es lo que se insinúa con el nombre de esta fiesta: Jesucristo, Rey del universo. No rey de ningún estado, ni jefe político de ningún país.

Los evangelios nos cuentan que cuando la gente que seguía a Jesús se dio cuenta de su poder, quisieron nombrarlo rey, como hicieron con David, que es el episodio que hemos oído en la primera lectura. Pero Jesús se esconde. Jesús sólo admite que es Rey cuando, coronado de espinas, Pilato le pregunta por su misión antes de entregarlo a la muerte. El Reino de Cristo es el desprendimiento total por amor. Esto no tiene nada de político.

El Reino de Cristo es el triunfo del amor. Jesús anduvo por los caminos de Galilea predicando el Reino de Dios; con esta expresión, Jesús no realizaba ninguna promesa electoral, solamente enseñaba cuál es la forma que tiene Dios de hacer las cosas: amar hasta el final. Jesús predicaba el triunfo del amor que, paradójicamente, parece que es vencido por el odio. El amor, pero crucificado. El amor que vence, pero que aparentemente se ha dejado vencer por la cruz. Un Reino tan extraño que no se impone, se propone. El Reino de Dios cree tanto en el amor que corre el riesgo incluso de ser rechazado. Pero que, en la cruz, como hoy hemos oído, proclama todavía la validez del amor y que el amor tiene siempre la última palabra.

La Iglesia reconoce esto de muchas maneras. En uno de los prefacios que se rezan en la Misa, la Iglesia se ve a sí misma como un pueblo «que tiene como meta tu Reino, como estado la libertad de tus hijos, como ley el precepto del amor». Y hoy rezaremos que el Reino que Cristo entrega a Dios es un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, amor y paz.

Todo esto creo que quiere decir lo siguiente, en particular en el momento en el que nos encontramos: la Iglesia no quiere convertir el evangelio de Jesús en el código civil del estado. Los cristianos nos equivocaríamos si quisiéramos hacer de las bienaventuranzas un decreto ley. No; el Reino de Cristo no sabe de leyes ni de instituciones ni de partidos. El evangelio sabe de personas. Es en la persona donde el evangelio pone su atención.

Cristo se encontró muchas veces con los fariseos, pero con ellos no discutió nunca sobre los preceptos que se incluían en el repertorio legal de Israel; al contrario, discutió con ellos de persona a persona, esto es, si eran orgullosos o humildes, si eran presuntuosos o pacientes, si eran ambiciosos o sensibles. Ante la mujer pecadora, hoy que recordamos también la jornada contra lo que se ha llamado la violencia de género, Jesús no discutió el precepto legal de Moisés; eso no le importaba: miró al corazón de los que la acusaban y, sobre todo, miró al corazón de aquella mujer, devolviéndole su dignidad como persona.

Esta fiesta, por tanto, es la celebración de la fe de los cristianos en el misterio de lo personal. La salvación no viene de la mano de lo legal o de lo institucional, sino de lo personal. La película La lista de Schindler, que por cierto tiene una banda sonora estupenda, acaba con el siguiente mensaje: «quien salva una vida, salva al mundo entero». En efecto; en el mundo de las cifras, de las estadísticas, de las masas, de los números, de las contraseñas, de los miles de millones… nos viene bien recordar que el centro del mundo somos cada uno y nuestra propia persona, y que en nuestro corazón se juega la batalla decisiva que salva al mundo. En cada corazón, en el centro de cada uno de nosotros, se decide la salvación del mundo entero: es ahí donde Cristo aspira a reinar, a dar la paz, la justicia, el consuelo, la verdad, el amor… El universo entero está en el corazón humano, y ay de aquellas reformas que descuiden la verdad del corazón. Los cristianos debemos ser los primeros en entender este mensaje y en vivirlo y practicarlo.

En este sentido, me parece que es una grata coincidencia el que en esta fiesta de Cristo Rey celebremos en nuestra parroquia también la fiesta de los músicos, recordando a santa Cecilia. En primer lugar, porque esta joven romana del siglo III vivió este mensaje dejando a Jesús ser el Rey de su corazón. Pero también, por la música. Creo que pocas cosas como la música hacen latir el corazón del hombre. Y sólo cuando el hombre siente latir su corazón puede preguntarse quién quiere que reine en él, y sólo entonces puede escuchar de verdad el mensaje del Reino de Dios que predica Jesús.

El mundo es el fruto de una larga evolución… Todo en el mundo ha ido encaminándose hacia el hombre, hacia la persona. No dejemos que nos digan que el punto decisivo de la historia es la técnica, o la civilización, o la era espacial, o la informática… No: la cima de la historia y de su evolución es la persona. Y la cima de cada persona es su propio encuentro con Dios. Pues bien, me parece que la música es como uno de los medios, si no el único, que hacen posible el gran salto en la evolución humana. En la medida en que la música hace consciente al espíritu, en la medida en que la música nos descubre el valor de lo bello, en la medida en que la música saca al hombre de sus necesidades primarias, en esa misma medida provoca un paso adelante en el hombre. Así como la razón o la voluntad provocan el salto entre el animal y la persona, así la música provoca el salto entre la persona y su destino definitivo que es la trascendencia.

Éste es, me parece, el mensaje de la fiesta de Cristo Rey: que la vida, la felicidad, la paz, la justicia, la salvación… comienzan por el corazón. Que no somos números, o masa, o sujetos, que ni siquiera somos ciudadanos… somos personas. Y que el centro de cada persona, su corazón, necesita a Cristo para ser. Que son necesarios las leyes, los códigos, los proyectos, las planificaciones… pero que más importante que esto es el corazón, y, sobre todo, que Cristo sea el rey del corazón.

Quiera Dios que así lo vivamos, porque éste es realmente el cambio que nuestro mundo necesita.

domingo, 23 de septiembre de 2007

Un recuerdo de la fiesta de Santiago

El día de la fiesta de Santiago, a pesar de que habíamos estado por la noche de verbena, fuimos a Misa con devoción. A algunos les extrañó la homilía que "eché". Muchos me felicitaron; otros se sorprendieron; otros seguro que me criticaron. Ahora que ya ha pasado el verano es el momento de volver a retomarla para pensar un poco las cosas. Con paciencia y con caridad, pero creo que el Evangelio implica todo esto. ¡Ya me diréis vuestros comentarios!

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTIAGO APÓSTOL

Queridos Caballeros de Santiago:
Queridos amigos:

Después de escuchar las lecturas de la Misa de Santiago, que nos cuentan la vida de los primeros apóstoles, se siente la necesidad de contrastar su época con nuestra época, y su fe con nuestra fe. Y, por si alguien no se ha dado cuenta, descubrir la enorme distancia que nos separa de ellos. No sólo porque hayan pasado dos mil años; sino porque el espíritu general no es el mismo.

Los apóstoles, dice la primera lectura, daban testimonio de Jesús con gran valentía. Eran hombres recios, tíos de una pieza, y hablaban de Jesús con todo su ser. Los judíos, que eran los jefes, les prohibían dar testimonio de Jesús; fijaos, no sólo estaba mal visto, como puede pasar ahora: es que estaba prohibido. Y ellos, con una gran determinación, respondían: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». ¡Impresionante!

Impresionante, sobre todo, porque eso implicaba correr el riesgo de perder la vida, antes que perder la fe. Hoy nos reímos de eso. Pero eso es lo que le pasó a Santiago, a nuestro Patrón: Herodes se lo cargó, porque no dejó de hablar de Jesús y de anunciar su evangelio y de denunciar lo que no estaba bien. En el momento de su martirio, Santiago estaba cumpliendo lo que un día le dijo a Jesús, y que hoy hemos escuchado en el evangelio; Jesús le pregunta: «¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?»; es decir, ¿vais a ser capaces de hacer todo lo que yo haga, hasta entregar vuestra vida por el Reino de Dios y por la verdad? Y ellos contestaron: «Sí que podemos». Y así fue; demostraron que podían. Por eso Santiago es hoy uno de los mejores ejemplos de lo que significa seguir a Jesús.

¿Y qué me decís de los demás? ¿Qué hicieron los demás cuando martirizaron a Santiago? ¿Se callaron? No. Siguieron adelante con mucha más fuerza. Es impresionante el testimonio que dirige san Pablo, y que hemos oído en la segunda lectura: «Una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros: nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan». Increíble, ¿verdad?

Esta diferencia con el tiempo de los apóstoles se puede mirar de dos maneras. Se puede mirar con pesimismo, y decir: ya no vivimos como los apóstoles, ya no hay nada que hacer, a la Iglesia le quedan dos telediarios… Pero ése no es el ejemplo de los apóstoles. Lo hemos oído; ellos se sienten apurados, pero no desesperados, y acosados, pero no rematados… Hay que mirar la situación con realismo, conocer la distancia que nos separa de Santiago, de nuestro Patrón, y afrontar con esperanza todo lo que aún tenemos por hacer.

¿Y qué puedo hacer yo?, os preguntaréis. ¿Qué puedo hacer yo que soy tan joven, tan pobre, que tengo una vida tan normal y tan limitada? Ten por seguro que cualquier cosa, por pequeña que te parezca, ya será mucho. Por ejemplo: dar testimonio valiente de tu fe en medio de tu entorno. Por ejemplo: no callarte y defender a la Iglesia cuando sea el tema de conversación. Por ejemplo: participar más en las cosas que organiza la Parroquia. Por ejemplo: preguntarte qué tienes que hacer para ser mejor cristiano…

La Hermandad de Santiago lleva muy a gala el ser un grupo de jóvenes dispuestos a ayudar a la Iglesia en lo que ella necesite. Pues hay una cosa que realmente necesita la Iglesia en este momento, y que es algo que vosotros, como sois jóvenes, podéis hacer mejor que nadie. Todo lo que antes os he dicho no deja de ser algo que os afecta a vosotros y a nadie más. Eso de participar en la Parroquia, de ser un cristiano honrado, de defender a la Iglesia cuando toque… todo eso se queda en vuestra vida privada. Pero hay algo que afecta a toda la Iglesia y a toda la sociedad, y que vosotros sí podéis hacer porque sois jóvenes. Y me voy a atrever a pedíroslo.

Hoy hay un problema social muy serio que nadie encara en toda su crudeza, y que los cristianos no vemos porque estamos contagiados de la mentalidad general. Algunos datos de ese problema son los siguientes; en primer lugar, en España hubo el año pasado más de 90.000 abortos, 90.000 niños dejaron de nacer porque fueron arrancados del seno de sus madres antes de que pudieran formarse y crecer; a esto hay que añadir que se repartieron más de 500.000 de las llamadas «píldoras del día después» que, puesto que no impiden la concepción, hay que considerar como abortibas; sumando, a mí me salen casi 600.000 abortos.

En segundo lugar, el número de divorcios en 2005 estuvo cerca de los 140.000, mientras que hubo en torno a 200.000 matrimonios. En España, uno de cada mil matrimonios se divorcia; en Europa, dos de cada mil. Se calcula que aproximadamente 800.000 niños y niñas en España son hijos de un matrimonio que se ha divorciado. En tercer lugar tenemos el dato de la natalidad en España, que se mide con el cociente hijos por mujer; mientras que la media de la Unión Europea es casi 2 hijos por mujer, en España la media es de 1,2 hijos por mujer: esto quiere decir que la mayor parte de los matrimonios prefieren no tener hijos, o si acaso tener solamente uno. O en cuarto lugar, los novios que antes de casarse se van a vivir juntos; y pensamos: ¿y qué mal hacen a nadie? Pero la pregunta no es si hacen daño a alguien. La pregunta es qué mentalidad hay debajo de un comportamiento así; «nos vamos a vivir juntos, y si nos va mal, nos separamos». ¿Veis la mentalidad que hay debajo? Se empieza una relación con una persona pensando desde el principio que va a ir mal… No me extraña que, finalmente, acabe yendo mal, porque se ha empezado desconfiando.

Mirad, yo no quiero juzgar ni echar las culpas a nadie. Pero me parece que nos encontramos ante un grave problema social. Y que los católicos, especialmente los católicos jóvenes, tenemos que aportar nuestra visión de las cosas. Se podrán analizar los casos particulares, y todo lo que queráis. Pero lo que es cierto es que, en general, hay una fuerte desorientación en el terrero de la ética de las relaciones humanas y de la afectividad.

Quiero insistir en que no juzgo a nadie. Creo, además, que hay que respetar a todo el mundo, viva como viva. Pero me sigue pareciendo una cuestión muy grave. Yo soy un joven sacerdote (como cura sólo tengo 6 años y medio) pero ya conozco a mucha gente infeliz por este tipo de cuestiones. En el fondo, al final, el problema es que nos tomamos las relaciones personales como un juego. Conozco a muchas personas que se sienten utilizadas, convertidas en juguetes, personas que nunca se han sentido de verdad personas. Éste es el problema.

¿Y qué tiene que ver la religión con esto? A Dios, ¿qué le importa todo esto? Pues mucho. Porque lo que Dios hace es amarnos enormemente, eternamente, hasta dar la vida. Y nos enseña a amar: «amaos unos a otros como yo os he amado». Aquí está la clave: «como yo os he amado», dice Jesús. Lo hemos oído en el evangelio: Jesús no ha venido a que le sirvan, sino a servir a los demás y a dar su vida por ellos. Amar no es intercambiar sensaciones, o pasármelo bien… Amar es dar la vida. Todo lo que sea educar nuestra afectividad para aprender a dar la vida por los demás, a dar la vida por la persona a la que amamos, a dar la vida por nuestra familia… todo eso, aunque implique sacrificios y renuncias a veces, todo eso será el estilo de vida de Jesús. Lo demás será convertirnos en juguetes, en mercancía de las empresas farmacéuticas, en carne de cañón de las modas e ideologías imperantes. Aunque se presente con la máscara de la libertad de la persona, en realidad lo que hará será destruir a la persona. Así que, mirad si tenéis ahí, como jóvenes cristianos, un gran camino que recorrer.

A veces pensamos y decimos que la Iglesia está desfasada, o que tiene un mensaje que no es de este tiempo, o que no sabe lo que dice. Ése es el error: el error es que los cristianos pensemos que la Iglesia se equivoca. No, no es así. Una de las pocas posturas coherentes que hoy se ven ante los problemas de las personas es la de la Iglesia. Vivid como nos enseña la Iglesia; no desconfiéis de ella, no penséis que vais a ser más tontos o más infelices si le hacéis caso. Nada de eso: vais a crecer como personas, y eso es lo que cuenta.

¿Que es difícil? Claro. Pero tenéis muchas ayudas. Tenéis que saber aprovecharlas. En primer lugar, tenéis la Misa del domingo. Venid a Misa el domingo. No pongáis excusas. Venid a estar con Jesús para aprender a vivir como Jesús vivió. En segundo lugar, me tenéis a mí: un cura no está sólo para bautizar, enterrar o casar; está sobre todo para escuchar, para orientar, para iluminar; compartiendo la vida cristiana con un sacerdote es más fácil ser cristiano. Y en tercer lugar os tenéis a vosotros, la Hermandad de Santiago; sed para vosotros mismos un grupo de referencia, convertíos en un grupo cristiano que se esfuerza por vivir como viven los cristianos; cuando las penas son compartidas, son más llevaderas, y los éxitos de alguien de nuestro entorno son también un estímulo para vivir con más ánimo la vida cristiana. Id a las reuniones; asistid a las «Noches de Santiago»; quedad entre vosotros para venir a Misa. Ayudaros a ser cristianos y a ser personas.

Os he dicho muchas cosas. No sé qué cuerpos tendréis para escucharme. Pero creo que la Iglesia nos pide hoy a los cristianos que no seamos cristianos un día, sino que nos creamos de verdad que el mensaje de los Apóstoles, el mensaje de Santiago, es el que salva, y que nos decidamos de una vez por vivirlo. Tendremos dificultades, pero seremos felices. Como dice san Pablo: nos aprietan, pero no nos ahogarán; nos acosan, pero no nos rematarán. Ahí sí que hay verdadera felicidad.

Señor Santiago, haz que nos mantengamos fieles a Cristo por siempre.


domingo, 24 de junio de 2007

Documento de trabajo sobre la Iglesia

Publicamos un escrito del obispo emérito de Ciudad Real, D. Rafael Torija de la Fuente, que ha servido de reflexión para la reunión de fin de curso de los catequistas. Se trata de una sencilla reflexión sobre la pertenencia a la Iglesia y la vinculación que debe existir entre Ella y los cristianos.

ECCLESIA, MATER

Queridos amigos: os agradezco que me hayáis ofrecido esta ocasión de comunicaros dos palabras, que a lo largo de mi vida cristiana y ministerial, de sacerdote y de obispo, han significado luz, fuerza, estímulo y alegría en mi existencia. No es que quiera «edificaros» con mi testimonio. Pretendo sencillamente conversar entre hermanos sobre estos puntos, que estimo básicos, fundamentales, en la vida y en la acción un cristiano que lo quiere ser de verdad.

Ecclesia, mater (La Iglesia, Madre)

¡Qué alegría tan grande produce en nosotros la lectura y la meditación del capítulo I de la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II: «el misterio de la Iglesia»! Ella constituye en la tierra el germen y el principio del Reino de Dios. Es el nuevo Pueblo de Dios. El Cuerpo de Cristo, vivificado por el Espíritu. Descrito con diversas imágenes: redil, cuya única puerta y pastor es Cristo; labranza o arada de Dios; vid, donde cristo es la Cepa y nosotros los sarmientos; edificación de Dios, ciudad santa donde Cristo es la piedra fundamental; «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Gal 4,6); esposa inmaculada del Cordero… «Cristo ama a la Iglesia como a su esposa, colma de bienes divinos a la Iglesia que es su Cuerpo y su plenitud, para que ella tienda y consiga toda la plenitud de Dios».

Cuando la Iglesia «despierta en nuestras almas», como diría Guardini, nos arrebata el corazón. Caemos en la cuenta de que ella es nuestra patria espiritual, es nuestra madre, es nuestra «familia». La amamos apasionadamente. Nada de cuanto le afecta nos resulta indiferente.

El «hombre eclesial», es decir, con sentido y vivencia de Iglesia, conoce el misterio de la Iglesia. Ama la belleza de la Casa de Dios. Estudia su naturaleza y su historia. Se solidariza con su experiencia. Se siente rico por sus riquezas. Conoce su pasado. Sabe que los miembros de su familia, también los pastores, son humanos y por tanto sujetos a limitaciones; pero conoce también y pondera todos los inmensos beneficios que la Iglesia ha aportado a lo largo de los siglos a la humanidad: de tipo humano, social, benéfico, cultural… Pero, sobre todo, conoce, pondera, estima, el inmenso servicio de la Iglesia a la humanidad de mantener, a lo largo de los siglos, «vivo el recuerdo, viviente la Persona y vivificante la Palabra del Señor». Aprende de ella a vivir y a morir. Acepta con alegría los sacrificios que exige el mantenimiento de su unidad y la realización de su misión evangelizadora.

El «hombre de Iglesia» sabe que la Iglesia es un Cuerpo vivo, un pueblo que camina por las sendas de la historia de la humanidad, y por lo tanto necesitando siempre purificación, con ánimo permanente de incesante renovación. Sigue a la Iglesia en su evolución constante hacia donde el Espíritu le sugiere caminar. Este hombre de Iglesia está siempre al servicio de la comunidad. Puede ocupar un lugar y desempeñar una función determinada en el conjunto del Cuerpo, pero se muestra sensible a cuanto afecta a todos los demás miembros. Se siente corresponsable. Vive la comunión eclesial. Está siempre abierto a la esperanza. Para él, el horizonte nunca está cerrado. Su esperanza es activa. Sabe acoger de buen grado las iniciativas de los demás. Vive la pobreza evangélica. Aprecia el silencio, la contemplación. No hace consistir todo en palabras. No calla cuando tiene que hablar. Acepta desde la fe el Magisterio de la Iglesia. Sabe y cree que la Eucaristía hace a la Iglesia y que la Iglesia hace la Eucaristía. Es, por tanto, hombre –o mujer– eminentemente eucarístico. Este hombre o esta mujer no cesa de vivir del espíritu de la Iglesia, «como los niños encerrados en el seno materno viven de la sustancia de su madres» (dice Berulle). Fomenta, por lo tanto, constantemente, sentimientos de tierna piedad para con ella. Le gusta llamarla con este nombre de madre. Goza sintiéndose hijo. Experimenta en su espíritu la verdad de la expresión de san Cipriano, de san Agustín y de otros santos Padres: «No puede tener a Dios por Padre quien no tenga a la Iglesia por Madre».

Este «hombre de Iglesia» hace suya esta hermosa oración del cardenal Newman: «Que no olvide yo, Señor, ni por un instante, que Tú has establecido en la tierra un reino que te pertenece; que la Iglesia es tu obra, tu institución, tu instrumento; que nosotros estamos bajo tu dirección, tus leyes y tu mirada; que cuando la Iglesia habla, eres Tú quien habla. Que la familiaridad que tengo con esta verdad maravillosa no me haga insensible a ella; que la debilidad de tus representantes humanos no me lleve a olvidar que eres Tú quien hablas y obras por medio de ellos».

María, Mater Ecclesiae (María, la Madre de la Iglesia)

Recordemos de nuevo el Concilio: «La Santísima Virgen, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el Templo, padeciendo con su Hijo cuando padecía en la cruz, cooperó en forma enteramente singular a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia» (LG 61).

La Santísima Virgen, por su fe, «dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno» (LG 63). Así que María es nuestra Madre en el orden de la gracia y de la santidad. Porque es Madre de Cristo, la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia.

Por esta íntima relación entre la Iglesia Madre y la Virgen Madre de la Iglesia, tan fundamentada en la Tradición de la misma Iglesia, yo me he permitido referir a la una y a la otra, a la Iglesia y a la Virgen María, esta bella alabanza original del teólogo en quien me vengo inspirando (Henry de Lubac):

¡Alabada sea esta gran Madre!

Madre casta, ella nos infunde y nos conserva una fe siempre íntegra,

que ningún decaimiento humano ni abatimiento espiritual,

por profundo que sea, es capaz de afectar.

Madre fecunda, no deja de darnos por el Espíritu Santo nuevos hermanos.

Madre universal, cuida por igual de todos,

de los pequeños como de los grandes,

de los ignorantes y de los sabios,

de la gente sencilla de las parroquias

como del grupo escogido de las almas consagradas.

Madre venerable, ella nos garantiza la herencia de los siglos,

y extrae para nosotros de su tesoro tanto las cosas antiguas como las nuevas.

Madre paciente, ella reanuda constantemente, sin cansarse nunca,

su obra de lenta educación

y recoge uno a uno los hilos de la unidad

que sus hijos desgarran constantemente.

Madre atenta, ella nos protege contra el Enemigo

que anda girando en torno a nosotros buscando su presa.

Madre amante, ella no nos repliega sobre sí misma

sino que nos lanza al encuentro de Dios que es todo Amor.

Madre clarividente, cualesquiera que sean las obras

que el Adversario se empeña en extender,

no puede menos de llegar a reconocer algún día como suyos

los hijos que ha engendrado,

sabrá alegrarse de su amor y ellos se sentirán seguros en sus brazos.

Madre ardiente, ella pone en el corazón de sus mejores hijos

un celo siempre activo y los envía por todas partes

como mensajeros de Jesucristo.

Madre prudente, ella nos evita los excesos sectarios,

los entusiasmos engañosos que dan lugar a peligrosos virajes;

ella nos enseña a amar todo lo que es bueno,

todo lo que es verdadero, todo lo que es justo,

a no rechazar nada que no haya sido contrastado.

Madre dolorosa, que lleva el corazón traspasado por la espada,

ella revive en el tiempo la Pasión de su Esposo.

Madre fuerte, ella nos exhorta a combatir y dar testimonio por Cristo;

más aún, no teme hacernos pasar por la muerte

–después de esta primera muerte que es el bautismo–

para engendrarnos a una vida más alta.

¡Bendita sea por tantos beneficios!

¡Bendita sea por encima de todas estas muertes que ella nos procura,

de estas muertes de las que el hombres es incapaz,

y sin las cuales estaría condenado a permanecer siempre siendo el mismo,

dando vueltas en su caducidad!

(Henri de Lubac).

Es cuanto quería deciros, atreviéndome a recomendaros que viváis lo que ya sabemos: que la Iglesia, la que fundó Jesucristo sobre los Apóstoles, a la que Él mismo envió a llevar la Luz del Evangelio por todo el mundo, con la fuerza del Espíritu santo, es nuestra Madre, a la que tenemos que querer y servir con todo nuestro corazón, apasionadamente, recordando que la fuente y la cima de toda nuestra vida y de la misión de la Iglesia se hallan en la Eucaristía.

domingo, 8 de abril de 2007

Homilía en la Vigilia Pascual

Queridos amigos:

El evangelio que acabamos de escuchar merece, mejor que ningún otro, el nombre de «evangelio»; si la palabra «evangelio» significa «buena noticia», la que acabamos de escuchar es la auténtica buena noticia, la mejor noticia de todas: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí: HA RESUCITADO». Todo lo que la Iglesia celebró ayer, es decir, la Pasión y Muerte de Jesús –por mucho que se mire con los ojos del Jueves Santo, es decir, con los ojos del amor y de la entrega por los amigos («Yo soy el buen pastor que da la vida por las ovejas», nos decía Jesús)– todo eso de nada sirve si no se hubiera proclamado el anuncio de la Resurrección de Cristo.

En la escena que acabamos de escuchar, san Lucas trata de recrear la primera vez que se oyó la proclamación de este anuncio, la primera vez que estas palabras rompieron el silencio de la noche y dejaron oír su eco en todos los rincones del mundo: ¡Cristo ha resucitado! Los oídos de aquellas mujeres se abrieron ante tan impresionante anuncio, los caminos se llenaron de la luz de estas palabras, las sombras de las casas de Jerusalén se llenaron de la fuerza de este anuncio, los corazones de los apóstoles quedaron impactados por la novedad de estas palabras pronunciadas por los ángeles y quedaron, por primera vez, llenos de fe. El primer anuncio, y la primera fe. La primera vez que los hombres se abrieron a la fe cristiana.

Es entonces muy legítimo que nos preguntemos: ¿cómo fue aquella primera vez que los apóstoles creyeron? ¿Qué les invadió por dentro? Pero también debemos preguntarnos: ¿cómo fue la primera vez que otros hombres creyeron el evangelio de la resurrección, por el testimonio de los apóstoles? Y también: ¿cómo fue la primera vez que la fe fue creída aquí, en España? ¿Y cómo fue la primera vez que nosotros, los que estamos aquí, creímos en el evangelio? La liturgia de la Vigilia Pascual tiene precisamente esta intención: la de recordarnos la primera vez de la fe, el milagro de la Resurrección de Cristo pero también el milagro de que nuestro entendimiento se abra a la fe cristiana, el milagro de que la fe nazca en el ser humano. Y, a esta luz, a mí también me surge el legítimo deseo de preguntarme: ¿de verdad la fe cristiana ha nacido en nosotros?

1. La fe nace de muchas maneras

Este nacer de la fe puede darse de muchas maneras. En primer lugar, se da en el hombre que no ha oído nada de Cristo, y vive dedicado a sus experiencias y obligaciones más inmediatas; a este hombre no le importa nada más; quizás haya presentido la existencia de algo sagrado, se haya hecho preguntas del por qué y del para qué, pero todo eso lo ha buscado en este mundo, sólo aquí… Dios llega a ese hombre casi sin dejarse notar: con una pregunta, con una persona, con una opción… De modo imperceptible, choca y pasa de largo, pero vuelve con mayor fuerza… Este hombre se pregunta: pero, ¿esto es así? ¿Todo esto es posible? ¿Cómo se compagina esto con lo que dice la filosofía y la ciencia? ¿Cómo se entiende esto en las preocupaciones del ambiente actual? A través de estos sentimientos y preguntas, la fe va evolucionando y su llamada se hace más apremiante: a través de los conceptos, a través de las opciones, a través de la pregunta por el sentido de la vida… Y este hombre da el paso; aunque fracase al principio, su decisión va madurando y acepta aquella realidad que le llama con una decisión irrevocable, que compromete definitivamente y que pide una entrega total. Entonces, este hombre recibe el bautismo.

Pero este despertar de la fe también puede ocurrir de otra manera. El despertar de la fe puede darse también en aquel hombre que desde pequeño ha sido criado en la fe. Sus padres eran creyentes, sus educadores también lo eran, y desde pequeño ha vivido en un ambiente de tradición cristiana, donde todo se interpretaba desde el punto de vista cristiano. Puede ser que toda esta educación cristiana un día se olvide, porque el hombre tome opciones diversas, o porque no le preste atención y la vaya perdiendo progresivamente… Pero un día, la fe vuelve a llamar a la puerta, con el recuerdo de lo que han sido las grandes experiencias de la infancia y de la juventud. O puede ser también que esta fe recibida en la infancia nunca se haya perdido, y que el joven que llega a la edad adulta tenga que asumir la responsabilidad de la fe que ha recibido: él mismo, no sus padres, ni sus maestros, ni sus amigos, ni el ambiente, él mismo debe responder por esta fe. Él mismo debe encontrarse frente a frente con Cristo y la Iglesia, y escuchar en su propia conciencia por primera vez el mensaje de la resurrección y aceptarlo con todo el ser: entonces nace en él la fe.

Y hay, en tercer lugar, un tercer camino por el que la fe puede despertar en el ser humano. Pero es el más difícil. El niño es educado en la fe, pero en un ambiente tibio y medianero, donde los padres se contentan sólo con practicar lo mínimo, con cumplir, donde se hacen las cosas porque siempre se han hecho así, donde los maestros son completamente indiferentes y donde el cristianismo se ve sólo como un hecho histórico y cultural. En este ambiente, se repiten palabras sin contenido real, se adquirieren nociones carentes de fuerza… Todo parece estar lleno de fe, pero no pasan de ser siluetas irreales. En este ambiente, todas las religiones son igualmente válidas. Y también son completamente válidas todas las opciones, se ha perdido el valor de lo absoluto y por eso ya no hay decisiones sin reservas… Es un ambiente escéptico, donde se duda de todo, se recela de todo el mundo y se desconfía por sistema de todo lo que hay.

Quien haya sido educado en esa «fe» entre comillas, no tardará mucho en perderla: por conveniencias prácticas o por desvanecimiento natural; de esta fe no quedará nada, ni siquiera nostalgia, ni la conciencia de tener que tomar decisiones importantes… Sólo quedará vacío… Y nos quejaremos de los botellones, de las drogas, de la insolidaridad reinante, de la falta de firmeza en las decisiones sociales, de la cultura de la diversión… Y entonces nos echaremos la culpa unos a otros, y todos lo habremos hecho bien, pero lo cierto es que no tomaremos el toro de una fe mediocre por los cuernos. Es como la tierra echada a perder, donde ya difícilmente podrá ser sembrado nada nuevo, y todo se irá borrando. En esta tierra habrá que dejar un largo barbecho para que pasado un tiempo se pueda echar de nuevo la simiente de la fe y pueda brotar.

2. La fe es un milagro

Yo no sé cuál es nuestra situación. Cada uno que se mire a sí mismo. Lo que sí digo esta noche es que la fe, el nacimiento de la fe en el ser humano, es tan milagro como la propia resurrección de Cristo. Milagro que se puede también pedir a Dios, y milagro por el que se puede luchar. En la noche en la que se recuerda que hubo una primera vez para escuchar el evangelio y una primera vez para creer, se celebra también que esta primera vez puede ser hoy, en esta noche. Escuchar por primera vez el evangelio y creer por primera vez, esto es, convertirse en creyente, significa a fin de cuentas lo siguiente: frente a un hombre cerrado en su propio ser y en su mundo, aparece una nueva realidad con tanta fuerza, con tanta bondad, con tanta belleza, que exigen la entrega total del propio ser. Esta entrega quizás pide sacrificio, necesita progresar, pero da al hombre su más alto lugar, su sentido definitivo. El hombre no es Dios, y Dios nunca es el hombre, pero la fe cristiana consiste en que el hombre está en Dios y Dios está en el hombre. San Pablo dirá: «Vivo yo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí». Aquí queremos llegar, esto es la resurrección de Cristo: el hombre en Dios y Dios en el hombre. Mientras no aceptemos personalmente esta nueva realidad que nos llama, que no es otra que Cristo Real y Vivo, y nos entreguemos a él, no tendremos fe. No pongamos la fe donde no está; no demos importancia a cosas que no la tienen; no juguemos con las cosas de la fe, no llamemos fe a lo que no es…

La fe es un milagro. Pedidlo. La fe es una entrega; sed valientes, y entregaos. San Lucas nos cuenta en el evangelio de esta Vigilia Santa que después del anuncio, después del «¡Ha resucitado!», los ángeles dicen a las mujeres: «Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea… Y ellas recordaron sus palabras». Pues bien, acordémonos también nosotros hoy de las palabras del Evangelio: ¿cuáles son las palabras que tú recuerdas más? Jesús dice: «Quien escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece al hombre sensato que construyó su casa sobre roca…» (Mt 7,24); y también, «Simón, sígueme; y yo te digo que tú eres Pedro…» (Lc 6,14); y también: «Venid a mí los que estéis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis vuestro consuelo» (Mt 11,28); y también: «¿Ninguno te ha condenado? Yo tampoco te condeno, vete y en adelante no peques más» (Jn 8,10s); y también: «Bienaventurados» (Mt 5,3ss); y también: «Amad a vuestros enemigos. Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?» (Mt 5,44.46).

Tú recuerda en tu interior las palabras de Jesús, y recupera en ellas la fuerza que tiene el primer anuncio de la fe, y entrégate a Jesús como si fuera la primera vez que crees. La fe es el futuro. Otras cosas, como se ha demostrado este año, pueden faltar; pero la fe nunca. El futuro es de la fe. Y por pobre o difícil que sea la situación en que nos encontremos, la fe es milagro que se realiza y que brota hoy, y es completamente inevitable. La Vigilia nos invita a asistir al milagro de la fe, y lo realiza en nosotros. ¿Te lo vas a perder? ¡Atrévete a creer! Feliz Pascua de Resurrección.

(Para profundizar en estas ideas, cf. Romano Guardini, La experiencia cristiana de la fe).

miércoles, 4 de abril de 2007

Homilía del Domingo de Ramos

Queridos amigos:

«Cristo, por nosotros, se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz». El relato de la pasión del Señor que acabamos de escuchar no nos deja indiferentes. Pero, con frecuencia, nuestra atención queda fijada en los padecimientos del Señor: se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. La antífona que hemos cantado antes de la pasión se detiene precisamente en el hecho del extremo al que llega la entrega de Cristo: muerte, y de cruz. El inocente, entre los culpables; el Señor, entre los crucificados… Y la pregunta que nos surge entonces es por qué. Como tantas veces ante el dolor, la pregunta es por qué. Es una pregunta que conocemos, porque por desgracia nos ronda con frecuencia: por qué sufren los buenos, por qué los seres queridos se van de nuestro lado… En Cristo, esta pregunta se agudiza aún más.

En el caso de Cristo, la misma antífona que hemos proclamado nos da la respuesta, y la clave para entender el largo relato de la pasión que acabamos de escuchar: por nosotros. Por ti, por mí, por nosotros… Pocas veces nos fijamos, cuando escuchamos la pasión, en este motivo supremo de la entrega de Cristo: por nosotros.

Cada año, el domingo de Ramos, la Iglesia medita la pasión con un evangelista distinto. Este año lo hemos hecho con san Lucas; quien conozca su evangelio, sabrá que es el evangelista de los sentimientos: sólo él nos cuenta los sentimientos más presentes en la infancia de Jesús, sólo él nos cuenta los sentimientos de Cristo al comienzo de su ministerio en la sinagoga de Nazaret, sólo él nos cuenta los sentimientos del Padre del hijo pródigo cuando éste vuelve a casa. De su mano, por tanto, podemos asomarnos a los sentimientos de Cristo, aprender qué significa ese por nosotros y verlo con la mayor radicalidad de que seamos capaces.

1. Lo que Cristo siente de sí mismo

En primer lugar, san Lucas nos ha contado qué siente Cristo de sí mismo durante su pasión. El relato de Lucas es una larga respuesta a esta pregunta dirigida a Cristo: Señor, ¿qué sentía tu corazón durante tu Pasión?

«Con ansia he deseado cenar esta Pascua con vosotros antes de padecer». Éste es el primer sentimiento de Cristo: el deseo de estar con sus amigos, antes de la Pasión, el deseo de poner rostro y corazón a todo lo que va a suceder. En este ambiente de amistad puede decir «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros». En primer lugar, Jesús siente una profunda amistad, entrañable, honda, que no se limita sólo a la Cena, sino que atraviesa de cabo a rabo toda su Pasión. Y aquí debemos sentirnos también nosotros.

Y por eso, Jesucristo «da gracias». Lo hace sobre el pan y sobre el vino; pero lo hace también sobre toda su vida y sobre todo su futuro. Da gracias a Dios, de quien procede todo, por todo lo que le ha dado y por la misión que le ha confiado. Éste es el segundo sentimiento que tiene Cristo de sí mismo: se siente profundamente vinculado a Dios, su Padre. Siente una profunda confianza en su proyecto y en sus planes: «Que se haga tu voluntad, y no la mía».

Por eso, creo que no entendemos bien las palabras de Jesús en el huerto, cuando dice: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz»; normalmente, entendemos que se trata de una manifestación de la humanidad de Jesús, de un gesto de desesperación que lo acerca más a nosotros; Jesús estaría expresando su rechazo a la Pasión, que acepta sólo porque no quedaría otro remedio. Pero no se trata de eso. Jesús no quiere sufrir, es cierto, pero porque sabe que el sufrimiento por sí sólo no sirve para nada, Dios no lo quiere. Sufrir por sufrir es despreciar la humanidad que tenemos como don de Dios; en el Huerto de los Olivos Jesús asume el cáliz que le da su Padre con el consuelo de los ángeles: va a sufrir, es cierto, pero no porque el sufrimiento sea lo fundamental, sino porque sufre por amor, porque el sufrimiento va a ser, por paradójico que resulte, vehículo de amor. Eso es lo que quiere su Padre.

Por eso, el tercer sentimiento de Cristo con respecto a sí mismo es bien sencillo: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve». ¿Cómo se siente Jesús en los momentos de su Pasión? Se siente servidor de todos los hombres. Esto le anima en cada momento de la Pasión que hoy hemos escuchado: y por eso tiene la serenidad suficiente para aguantar los salivazos y las ofensas, por eso tiene la dignidad de guardar silencio ante Herodes y su corte de pacotilla, por eso tiene la valentía de seguir confiando en su Padre ante su última tentación (si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz; pero él es el Hijo de Dios, que no baja de la cruz). Confiesa valientemente que es el Hijo de Dios, el Mesías esperado; se deja hacer y maltratar con total despojo; y reza en la cruz con toda confianza: A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

¿Qué siente Cristo de sí mismo? Se siente profundamente vinculado a sus amigos, confiadamente entregado a su Padre, obedientemente consciente de ser el Siervo de Dios y de los hombres. El Hijo de Dios que toma el camino de la cruz con una serenidad y una dignidad inigualables.

2. Lo que Cristo siente por los demás

Todo esto se muestra con mucha más claridad si pensamos, en segundo lugar, en los sentimientos que Cristo muestra hacia los demás durante los acontecimientos de su Pasión. En realidad, lo que Cristo siente de sí mismo lo sitúa ante Dios y ante los hombres. Su conciencia personal es estar permanentemente vuelto a Dios, su Padre, y a la mirada de amor que Dios Padre proyecta sobre todas sus criaturas.

En primer lugar, ante Pedro, Jesús siente la necesidad de rezar por la fortaleza de su fe: «Satanás te ha reclamado, pero yo he rezado por ti; y tú confirma a tus hermanos». Sabe que Pedro, su amigo, va a necesitar la fortaleza ante lo que está por venir y ante los dilemas de su propia conciencia de pecador que reniega de Cristo.

En segundo lugar, ante Judas, Jesús siente una profunda decepción: «¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?». Lo había dicho en la cena: «El Hijo del hombre se va, como está escrito, pero ay de aquel que lo entrega». La traición deja desconcertado al Señor. Cuando el hombre pone en juego su libertad para preferir otras cosas antes que a Cristo, es que algo no funciona bien.

En tercer lugar, ante sus discípulos, Jesús siente una profunda fortaleza; ellos le enseñan las espadas que han preparado. Pero Él les corta en seco: «¡Basta!». Es un grito de mando, una orden; Jesús siente que no le han entendido, y no quiere explicar nada. Sólo que lo dejen actuar conforme a la voluntad de su Padre.

En cuarto lugar, ante quienes van a detenerlo, Jesús siente una profunda misericordia. Jesús cura al soldado que lo va a prender, herido por san Pedro. Jesús muestra una misericordia inaudita, una compasión que no van a tener para con Él.

En quinto lugar, ante las mujeres de Jerusalén, Jesús siente un profundo sentimiento de consuelo. No quiere que lloren por Él, sino por sus hijos. Ellos pagarán las consecuencias del pecado de la entrega. Hoy también deben las madres llorar por sus hijos, por muchas razones… También aquellas madres que no los han querido tener y que los han matado sin darles la oportunidad de nacer…

En sexto lugar, ante quienes le crucifican, Jesús siente un profundo deseo de perdón: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». Un corazón que no alberga odio. Un corazón que sólo quiere perdonar la injuria recibida. Un corazón que responde al mal con bien para romper la cadena del mal por mal que tanto nos aflige cada día.

En séptimo lugar, ante el buen ladrón, Jesús tiene un profundo sentimiento de acogida: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Esta sentencia resume también a la perfección el sentido de su muerte.

Y aún podríamos seguir. Pero creo que ya hemos dicho lo suficiente: Jesús, ante los demás, siente el deseo de rezar por la fortaleza de sus discípulos, aunque también siente por ellos decepción; se siente fuerte, y al mismo tiempo misericordioso; tiene necesidad de consolar, de perdonar, de acoger a todos en su cruz. ¿Qué siente Jesús por ti? Mírale en la cruz clavado, por nosotros, por ti… ¿Qué te dice, qué siente por ti?

3. Lo que Cristo siente por ti

Después de escuchar la Pasión de Cristo, no queda más remedio que confrontarse personalmente con el Señor crucificado. La pregunta no puede ser ya por qué. La pregunta que nos tenemos que hacer, a ejemplo de Cristo tal y como lo presenta san Lucas, es más bien: ¿Qué sientes tú por ti mismo? Y también: ¿qué sientes tú por Jesús? San Lucas nos muestra la conciencia de Cristo ante su Pasión; en la Pasión, Cristo se siente servidor de los demás, servidor del Padre y confiando profundamente en él… ¿Cómo te sientes tú? ¿Qué sentimientos te rondan a ti, qué te define? Confróntate con Cristo y cura tu miseria con la grandeza del Señor.

San Lucas nos muestra también los sentimientos de Cristo hacia los demás en su Pasión: fortaleza, decepción, misericordia, consuelo, perdón, acogida… Haz ahora la pregunta al revés: ¿qué sientes tú por Cristo? El siente todo eso por ti; tú, ¿qué sientes por Él? ¿Tu sentimiento por Cristo te lleva a plantearte tu vida con otra hondura, o te lleva sólo a mirar como pasa una procesión o a ir con un capirucho por la calle? A veces, creo que no sentimos nada por Cristo, que no somos capaces de dejar nada por él, no ahora en Semana Santa, sino cada día, día tras día… Dejamos la Misa, no nos preocupamos por tomarnos en serio la fe… ¡Todo lo que Cristo siente por nosotros, y lo poco que nosotros sentimos por Él! De nada nos servirá la Semana Santa si no descubrimos que sentir algo por Cristo tiene que llevarnos mucho más lejos de donde estamos. Hasta la cruz. Mientras tanto, no habrá ningún por qué.

«Cristo, por nosotros, se sometió incluso a la muerte». Y tú, por Cristo, a qué te vas a someter…

martes, 20 de marzo de 2007

Mensaje para el Programa de Semana Santa

SEMANA DE SILENCIO

Queridos amigos:

La Semana Santa recibe muchos nombres: Semana de Pasión, Semana Grande, Triduo Pascual… En muchos sitios le adjudican además otros títulos: “Semana de Interés Turístico Regional”, “Semana de Tradición”, “Semana de Sentimiento”…

Por contraste con todo esto, yo voy a llamarla “Semana de Silencio”. Quizás de este modo podríamos purificarla un poco, y dejarla en su desnudez cristiana: el silencio de Cristo cargado con la cruz, el silencio de su Madre bañada en lágrimas, el silencio del sepulcro frío, el silencio de la mañana de la resurrección, el amor de Dios que nos llega sin hacer ruido…

El silencio no es la ausencia de comunicación; es sólo la ausencia de palabras. Hay cosas que no se pueden decir con palabras ni con ruidos, y que si se acompañan de sonidos se estropean. Es mejor comunicarlas en silencio.

El silencio pone las cosas en su sitio: nos ayuda a centrar la mirada en lo importante; nos ayuda a escuchar la voz de nuestra conciencia y al Dios que nos habla desde dentro; nos quita protagonismo a nosotros, y se lo da a Jesucristo, el Señor, al que miramos en silencio y hablamos desde dentro. El silencio nos ayuda a descubrir que aquello a lo que nosotros llamamos fe quizá no es otra cosa que palabras nuestras, pero no fe verdadera.

Estamos acostumbrados al ruido. El mundo moderno ha ahogado los sonidos importantes con sus ruidos estridentes; y con tanto ruido nos cuesta a veces oír la voz de Dios, si de verdad la queremos oír. Para escuchar, primero hay que guardar silencio. Para decir algo importante, primero hay que callarse y pensar.

El silencio es fundamental para uno de los actos más hermosos de toda la Semana Santa: la Celebración Penitencial. Se necesita silencio para entrar en el fondo de la conciencia y descubrir ante Dios las cosas que tenemos que cambiar… Porque nadie debería seguir igual después de cada Semana Santa. El silencio es la antesala de la valentía y de las decisiones importantes.

La Semana Santa de Membrilla es impresionante por su silencio. El silencio de las celebraciones de la Iglesia que ayuda a rezar y a saber que Dios escucha la oración. El silencio de las procesiones que permite empaparse de una historia que nos tiene que cambiar desde dentro. En mi opinión, en estos días sobra el alboroto que no permite rezar; estorban algunos ruidos que dan más importancia al hombre que lleva a Cristo que a Cristo que salva al hombre.

Hay cosas que no se pagan con palabras, sino con silencios. Silencios cargados de fe y de emoción. Silencios cargados de conocimiento y de amor. Si quieres que esta Semana Santa sea nueva para ti, busca momentos de silencio y de oración. Tu silencio será la puerta del asombro ante el amor que Dios te tiene.

Vuestro sacerdote: Juan Serna.

jueves, 15 de marzo de 2007

Mensaje para el Día del Seminario 2007

¿CURA? ¿POR QUÉ NO?

1. Con el día de san José viene de la mano la celebración del día del Seminario. Con este motivo, quisiera compartir con vosotros algunas reflexiones como sacerdote. Quiero comenzar con una impresión que tengo cuando se habla de la vocación sacerdotal en determinados círculos cristianos, especialmente entre los jóvenes. Es como si la posibilidad de ser sacerdote fuera rechazada de antemano. Algunos de los jóvenes que hoy se dicen cristianos tienen muy claro, y me parece que sin pensarlo, que no quieren ser curas. Es una historia que no va con ellos, de la que ni siquiera quieren oír hablar. Es una opción que consideran cerrada de entrada.

Y lo peor de todo es que esta impresión ni siquiera resulta extraña a los demás. A todos les parece que es lo lógico. A mí, sin embargo, esta reacción me duele, como cristiano y no sólo como sacerdote. Me duele personalmente, pero no porque sienta tambalear mis opciones y mis convicciones, sino porque esta situación demuestra un desconocimiento grande de la Iglesia y del sacerdocio. ¿Es esto así realmente? ¿Por qué? ¿Qué hay debajo de todo esto? Al buen cristiano de hoy debería extrañarle que las generaciones cristianas más jóvenes hayan descartado de entrada la posibilidad de plantearse la vocación sacerdotal, para sí mismos o para otros.

2. A esta sensación, tengo que añadir además una segunda impresión. Muchas veces me ha rondado este pensamiento, que es casi una tentación: ¿cómo va a plantearse nadie la vocación sacerdotal si hacemos que lo que se conoce de la vida del cura resulte tan poco atractivo? ¿Cómo va a resultar atractivo a un joven de hoy el dedicarse a hacer entierros? Porque para mucha gente los curas no hacemos más que enterrar a los muertos; si por lo menos hiciéramos más bodas… ¿Cómo va a resultar atractivo para un joven de hoy un trabajo que consiste en ponerse detrás de la Virgen en las procesiones? Para mucha gente, el cura sólo trabaja en Semana Santa, porque se le juntan cuatro procesiones largas que tiene que atender… ¿Cómo puede resultarle atractiva a un joven de hoy la vida de un hombre que vive sin mujer? No casarse es hoy, para mucha gente, un costoso sacrificio para una profesión «de adorno social»; además, implica para muchos perderse una parte muy importante de la vida: el placer, la familia… Sólo pueden hacerlo los curas, esos bichos raros… Que trabajan «media hora, a la sombra y con vino», que «si cobraran según el trabajo que hacen…».

Ante esto, siento ganas de decir que yo no soy cura por esto, porque esto no es ser cura. Y para alejar estos pensamientos recuerdo con frecuencia una de mis primeras experiencias como seminarista. Nunca olvidaré el ambiente que encontré la primera vez que visité el Seminario. Me sorprendió. Allí entablé amistad con un grupo de jóvenes que tenían las mismas dudas que yo, las mismas inquietudes que yo, las mismas energías que yo y las mismas preocupaciones que yo –que creía que el instituto pueblerino del que venía era el centro del universo. Era el ambiente más humano que había conocido; sanamente humano, «normal» –aunque no me guste la palabra. Y al mismo tiempo, me encontré con gente que entendía que la vida no se acaba en las cosas que se tienen, que los sueños pueden ser realidad, que Jesucristo está vivo… Gente que vivía su religión con alegría y también con absoluta normalidad, en un ambiente sanamente cristiano.

Entonces empecé a descubrir que quería ser sacerdote. ¿Por qué? No porque me chiflara «hacer entierros», o «decir Misas», o «casar a gente», o «hacer procesiones»… Nada de eso. Quería ser cura porque creía en Jesucristo. Hoy, como entonces, creo en Cristo y confío en la actualidad de su mensaje y de sus respuestas, porque creo en la actualidad de su presencia. Y por esto soy cura: por Él.

3. Por eso, nunca he entendido a la gente que identifica al sacerdote con las actividades que realiza, y no con el ideal que representa; ni a la gente que se enfada porque el sacerdote «no quiere» prestar determinados «servicios», sin preguntarse las razones profundas de su actuación. Alguna vez habría que decir que no porque haga más bodas, el cura trabaja más o con más alegría. Y también que el cura trabajará más cuando haga muchos menos entierros de esos que se limitan a ser cumplimientos sociales. El sacerdote no cumple un papel social, sino espiritual. Cuando se descubre esto, se conoce la actividad del cura y su auténtica profesión: servir a la actualidad de Cristo vivo para los demás, con alegría.

¿Puede plantearse esto un joven hoy? Sí, porque yo me lo planteé, y respondí que sí. Es más, ¿quién puede plantearse esto si no es el joven, es decir, la persona que pone todas sus energías en conseguir que sus sueños por mejorar la humanidad se vuelvan realidad? ¿Hay jóvenes hoy? Quizás no hay curas porque no hay jóvenes, porque no hay gente con la valentía suficiente como para hacer posible un mundo distinto y mejor. Sólo nos encontramos gente «escaldada», gente que no cree en las posibilidades de novedad del ser humano, gente que sólo sabe decir «ya te estrellarás» y «así es la vida». Gente que cree que el cura no puede decirles nada porque no sabe de qué va la vida… Y se llaman jóvenes. ¿Jóvenes son los que sólo piensan en aprovecharse de la vida y de sus padres? ¿Dónde están los que levantarán este mundo de sus miserias porque tienen las fuerzas para dar los pasos que no pudieron o supieron dar sus padres?

4. ¿Puede plantearse la vocación sacerdotal un joven de hoy, en época de escasez sacerdotal? Sí, a condición de que piense que la sociedad no necesita curas, y sin embargo es necesario que los haya. No se necesitan curas para enterrar a los muertos, ni para casar a los novios, ni para organizar banquetes festivos en los que dar regalos a los niños. La situación actual es un recordatorio permanente de la escasez de sacerdotes y una constatación: de seguir así, no se podrán hacer ni los entierros, ni las bodas, ni las comuniones, ni las confirmaciones… Y es que nada de esto es necesario. La sociedad no necesita a los curas para que hagan esto. No tenemos esta necesidad de sacerdotes.

Y, sin embargo, es bueno que haya sacerdotes, como es bueno que haya Iglesia. Nos hemos acostumbrado a ellos, y pensamos que Iglesia y curas van a estar ahí de por vida. Y consideramos su presencia un derecho de tantos como se tienen hoy. Pero esto no es así. Cada vez hay menos curas; y sin curas no habrá Iglesia, porque no habrá quien parta el Pan de la Eucaristía que haga presente a Cristo vivo y haga actual su Evangelio y su paz… Y entonces, la sociedad se dará cuenta de que no nos necesitaba, pero descubrirá con dolor que era bueno que estuviéramos… Porque en el fondo, por encima de todas las necesidades que podamos tener o inventarnos, caeremos en la cuenta de que lo único necesario es Jesucristo. Él es la respuesta a todas las preguntas: la razón para luchar sin desesperarse, la fortaleza y la paz, el consuelo y la esperanza… Un motivo para el trabajo de los hombres y sus esperanzas, un referente para la educación de los hijos y su futuro, una promesa para los enfermos y desgraciados, una riqueza para los pobres de la vida, una compañía que transforma y hacer salir lo mejor de cada uno… Éste es el trabajo del cura, que más que un hacer es un vivir: hace que siga siendo actual la misión de Jesús.

5. Desde aquí celebramos los sacramentos, oramos por los difuntos, bendecimos a los novios, atendemos a los enfermos, ayudamos a los jóvenes, somos el referente de muchos niños, la esperanza de muchos padres, la ayuda de muchos pobres… Desde aquí pronunciamos la palabra del Evangelio para aconsejar, guardamos silencio para rezar por todos, somos vehículos del perdón de Dios ante los fracasos de la vida, servimos a la Iglesia antigua y siempre joven, queremos hacer presente el amor de Dios por ti… No siempre lo hacemos bien; pero esto es lo que intentamos y vivimos.

6. La Iglesia nos enseña que hay tres caminos fundamentales por medio de los cuales es posible seguir a Jesucristo: la vocación del laico, la vocación del religioso y la vocación del sacerdote. No se nace con vocación de laico, y luego se cambia por la de religioso. No nacemos laicos. Nacemos como regalo y en promesa. La vida y sus circunstancias son el vehículo de la voz de Dios que nos propone uno de los tres caminos para que elijamos libremente. Hemos conocido personas, tenemos determinados valores, descubrimos necesidades reales de la gente, debemos ser agradecidos con lo que hemos recibido, otros nos han señalado… todo esto se convierte, en la oración, en una propuesta del Señor: «Tú, sígueme, y serás la persona más feliz del mundo».

En el día del Seminario, todos los cristianos, y no sólo los jóvenes, debemos redescubrir el valor de la vocación sacerdotal en la Iglesia y el mundo de hoy. En nuestra mentalidad actual, en nuestras catequesis y hasta en nuestras conversaciones más triviales, deberíamos transmitir la sensación de que es necesario que todos los cristianos consideren alguna vez la posibilidad de la vocación sacerdotal, no sólo la laical.

Los jóvenes cristianos deberían tener un momento en su vida (la confirmación, quizás) en el que sopesaran las razones que tienen para asumir o rechazar la vocación sacerdotal, y no aceptar sin pensarlo que no es su camino sólo porque no me gusta, porque me gusta una chica o porque no es actual. Lo mejor que podíamos hacer para vivir el día del Seminario, también las jóvenes cristianas, es dejar la risita mental y cambiar el «Juan se va al Seminario, ja, ja, ja» por el «¿Juan cura? ¿Y por qué no?», dicho con toda valentía.

7. Los jóvenes cristianos varones necesitan tener el valor y la honradez de cambiar el «¿Yo, cura? ¡No, gracias!» por el «Yo, cura… ¿Por qué no?». Esta pregunta no implica directamente que uno va a dejarlo todo para irse al Seminario; implica sólo valentía y honradez ante Dios. Y de este modo, le dirán a Dios que «sí» o que «no» con un conjunto serio de razones. Y si debe haber un «no» al sacerdocio, habrá al mismo tiempo un «sí» rotundo a una de las otras dos vocaciones posibles del cristiano. Hoy tampoco hay cristianos a los que de verdad podamos llamar laicos porque no movemos a nadie a preguntarse hondamente: «¿Cura, yo, por qué no?».

Estoy convencido de que, algún día, los jóvenes cristianos y las jóvenes cristianas tendrán que cargar con el mundo a las espaldas, como Cristo cargó con su Cruz, para renovarlo, transformarlo y hacerlo resucitar. Necesitarán compañía. La compañía actual de Jesucristo, a quien harán visible otros jóvenes que un día habrán tenido que decir: «¿Yo, cura? Por estas razones, ¡sí!». Que el Señor dé cada día a más jóvenes la valentía de preguntarse: «Yo, cura… ¿Por qué no?». Esto es el día del Seminario.

lunes, 12 de marzo de 2007

Mensaje para la Cuaresma 2007

1. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «la Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto» (CEC 540). Durante todo el año, los cristianos repasamos los principales misterios de la vida de Jesús para unirnos a él; y en particular, durante Cuaresma, el Misterio de la vida de Cristo que contemplamos es el de su estancia durante cuarenta días en el desierto.

2. Toda la vida de Jesús es «misterio». Llamamos misterio a algo que no conocemos del todo, sino en parte, sospechando que se nos escapa lo más esencial. El «misterio» no es lo desconocido, sino lo conocido imperfectamente, lo que no acabamos de comprender completamente. La razón por la que algo es un «misterio» es muy sencilla: aquello que pretendemos conocer supera de algún modo nuestra capacidad de conocimiento. La vida de Jesús es misterio no porque no la conozcamos, ya que más o menos la sabemos; es misterio porque la conocemos imperfectamente y porque podemos aún conocerla mejor… Este progreso en el conocimiento de la vida de Jesús no consiste en aprender nuevos datos, sino en adentrarnos más profundamente en cada episodio de la vida de Cristo. San Ignacio decía que «no el mucho saber harta y satisface al ánima, sino el sentir y gustar las cosas internamente» (EE 2); él hablaba de un conocimiento interno de Jesucristo: no sólo por referencias, de oídas o externo, sino un conocimiento que llegara al corazón. Es fácil entender lo que quería decir: no basta saber, por ejemplo, que Jesús predicó las parábolas; para el cristiano es preciso llevar a la propia vida la palabra enseñada por Jesús, y hasta atreverse a ver al Jesús que enseña y conocer sus sentimientos y asomarse a su corazón. En este camino nunca acabaremos, como se puede intuir. Por eso, toda la vida de Jesús es misterio: un camino que avanza, pero que no termina, y que nos lleva a una mayor comunión de amor y amistad con Jesucristo, nuestra Vida. Un camino en el que siempre somos principiantes… Y, lo mejor de todo, un camino en el que siempre nos llevamos grandes y gratas sorpresas.

3. El Misterio de la Vida de Jesús que la Iglesia contempla en la Cuaresma es el retiro de Jesús durante cuarenta días al desierto. ¿Qué sucede aquí? ¿Es importante? ¿No es verdad que, aparentemente, tiene muy poco de atractivo? El desierto aparentemente es soledad, es sequedad, es pobreza… ¿Por qué habríamos de contemplar este misterio de la vida de Jesús?

Hay una primera respuesta que es evidente, y que por su simplicidad solemos olvidar: contemplamos el misterio de los cuarenta días de Cristo en el desierto por acompañarle. Ser cristiano es introducirse en la vida de Jesús para estar con Él, para verle, oírle, tocarle y compartir con Él la vida. No se es cristiano sólo tomando como referencia moral a Jesucristo, sino entrando en comunión de vida con Él, dejando que nuestra historia se enriquezca con la suya. Este ejercicio sólo puede hacerse descubriendo que es posible compartir la historia de Cristo porque Él comparte la nuestra gracias a su Resurrección. La Resurrección está presente, por tanto, ya desde el comienzo de la Cuaresma.

Pero, además, debemos contemplar el misterio de los cuarenta días de Cristo en el desierto por atender lo que enseña la Iglesia: «la tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene el Hijo de Dios de ser el Mesías, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres le quieren atribuir. Por eso Cristo ha vencido al tentador en beneficio nuestro: “pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4,15)» (CEC 540).

Estas palabras del Catecismo son un auténtico programa para nuestra Cuaresma. Durante este tiempo se deben vivir especialmente dos grandes virtudes. La primera de ellas es el discernimiento, esto es, aprender a distinguir lo que en nuestra vida viene de Dios de lo que viene ya sea de los hombres ya sea del enemigo de Jesús. La tentación de Jesús en el desierto es la apuesta de Jesús por una forma de ser el Mesías que a muchos no les cuadraba: desde el servicio, la humildad y el amor entregado; esto es lo que Dios quería. Aprender qué quiere Dios de nosotros frente a lo que quiere de nosotros su enemigo, o lo que quieren de nosotros los hombres, es fundamental. El discernimiento se hace sobre todo en la oración, estando atentos a lo que Dios nos pide en cada momento, y contrastando nuestras distintas posibilidades de actuación para descubrir si vienen de Dios o de los hombres, o si nos apartan de Dios.

La segunda actitud que se debe potenciar durante la Cuaresma es la determinación por seguir a Jesús. En el desierto, Jesús no sólo descubre cuál debe ser el camino que debe recorrer como Mesías, sino que lo elige y se decide por Él. La Cuaresma tendría que ser el tiempo de imitar a Jesús tomando opciones más radicales en nuestra fe. Descubriremos cosas que debemos superar. ¡Pongamos la fe a punto, y decidámonos por actuar en consecuencia! Durante este curso los jóvenes de la Parroquia hemos aprendido a cantar «No tengo miedo de la libertad, no tengo miedo, Señor de la Vida, me quiero entregar: toma mis manos, mi voz y mi andar…». Esta voluntad debe ser real: en mi trabajo, en mi oración, en mis relaciones familiares, en mi implicación social, en mi trato personal, en mi relación de pareja, en mi participación en los sacramentos… Darnos del todo al Señor, porque no nos veremos vacíos, sino verdaderamente llenos de amor, de alegría, de paz, de vida, de Pascua…

4. Para vivir este itinerario hacia la Pascua hay que programarse. No podemos olvidar que queremos discernir cuál es la voluntad de Dios en nuestra vida y elegir lo que Él quiere. Esto es imposible sin oración. Debemos programar un tiempo de oración especial cada día al que seremos fieles durante la Cuaresma. Una sugerencia: puede ser un rato largo antes de la Misa del domingo. También podemos participar en la oración parroquial que tendremos todos los jueves de Cuaresma. Y plantearnos participar en unos Ejercicios Espirituales: tendremos en la Parroquia unas charlas cuaresmales que nos pueden ayudar; en la Diócesis hay distintas posibilidades; en algunos grupos de la Parroquia tendremos también Ejercicios antes de Semana Santa. No desaprovechemos esta oportunidad.

Y también debemos programar nuestra voluntad de escuchar al Señor. No puedes llegar al Sagrario y decir: «Aquí estoy, háblame». Esto lo podrás hacer cuando lleves un cierto recorrido; de momento, plantéate qué te está diciendo el Señor en un aspecto concreto de tu vida: tu trabajo, tu familia, tu vocación, tu ocio, o tu solidaridad… Poco a poco Él te irá dando el mensaje para esta Cuaresma del 2007.

Y también debemos programar la que debe ser nuestra principal oración de esta Cuaresma: que el Señor nos dé libertad para poder elegir su voluntad, y determinarnos en cumplirla. Conocer no basta. Hay que elegir. Y sólo si somos libres lo haremos bien. Hay, pues, que pedir libertad. Libertad para hacer lo que Dios quiere. Libertad que no es el capricho de hacer lo que me dé la gana, sino lo que Dios quiere, que es nuestro bien.

5. María también nos acompaña en Cuaresma. La Virgen del Espino es la Mujer Libre que escuchó la voluntad de Dios y se ofreció a cumplirla. Que la tengamos presente en todo lo que oremos, hagamos, leamos o propongamos durante estos días. Llegaremos con Ella a la Pascua para experimentar el gozo de resucitar con Cristo en nuestra propia vida. Buena Cuaresma para todos.